Antigua Matanza. Revista de Historia Regional

ISSN 2545-8701

Junta de Estudios Históricos de La Matanza

Universidad Nacional de La Matanza, Secretaría de Extensión Universitaria, San Justo, Argentina.

Disponible en: http://antigua.unlam.edu.ar

Spagnuolo, B. (diciembre de 2020 – junio de 2021). Monteagudo y la “fiebre mental”. Un análisis de El Censor de la Revolución (1820) editado en Chile por Bernardo de Monteagudo. Antigua Matanza. Revista de Historia Regional, 4(2), 68-107.

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Imago Mundi

Monteagudo y la “fiebre mental”. Un análisis de El Censor de la Revolución (1820) editado en Chile por Bernardo de Monteagudo.

Monteagudo and the “mental fiber”. An análisis of El Censor de la Revolución (1820) edited in Chile by Bernardo de Monteagudo.

Bruno Spagnuolo [1]

Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, Argentina.

Fecha de recepción: 15 de agosto de 2020.

Fecha de aceptación: 10 de noviembre de 2020.

Fecha de versión final: 3 de diciembre de 2020.

Resumen

En 1823, Bernardo de Monteagudo escribió su Memoria sobre los principios que seguí en la administración del Perú y acontecimientos posteriores a mi separación. En ella, explica que durante su tiempo en Buenos Aires estuvo poseído por una fiebre mental democrática de la que logró curarse. Para “expiar sus pecados”, señala que redactó El Censor de la Revolución en Chile. Este periódico fue editado en Santiago de Chile entre abril y julio de 1820 y consta de siete números. La historiografía que se ha encargado de la figura de Monteagudo ha analizado su cambio de posturas políticas tomando a este periódico como un insumo, haciendo eje en lo dicho en él por el editor. Este trabajo se propone abordar El Censor de la Revolución en su particularidad y contexto. Buscaremos analizar cómo se expresó este cambio en el contexto chileno en que Monteagudo “expía sus pecados”. De esta forma, abordaremos el periódico con la intención de dar cuenta de cómo el letrado construye este tipo de argumentación por primera vez. Nos proponemos analizar de qué forma Monteagudo piensa la edición del periódico en su totalidad como un medio para elaborar sus nuevas argumentaciones. Tendremos en cuenta no solo los editoriales donde las explicita, sino también el tratamiento de la coyuntura chilena y su posicionamiento en relación con los preparativos para la Expedición Libertadora del Perú que se estaban llevando a cabo. Desde esta perspectiva, intentaremos poder aportar al análisis del rol que Monteagudo busca dar a su periódico en la esfera pública chilena.

Palabras Claves: Bernardo de Monteagudo, prensa, política, Chile, siglo XIX 

Abstract

In 1823, Bernardo de Monteagudo wrote his Memoria sobre los principios que seguí en la administración del Perú y eventos posteriores a mi separación. In it, he explained that during his time in Buenos Aires, he was possessed by a democratic “mental fiber”, from which he managed to recover. To “atone his sins”, he redacted El Censor de la Revolución in Chile. This paper was edited in Santiago de Chile between april and july of 1820, and it has seven numbers.Historiography that has approached Monteagudo’s figure, has analyzed his political posture change taking this papel as an insume, making special interest in what the editor says in it. This assignment propose itself to to abboard El Censor de la Revolución from its unique context. We’ll analyze how did this change expressed itself in the chilean context in which Monteagudo “atones his sins”. We will aboard this paper with the intention of accounting the specific way in which the man of letters constructs his argument for the first time. We will analyze the specific way in which Monteagudo conceives the edition as a hole to elaborate new arguments. We’ll have in mind not only the “editorials” but also the treatment he gives to the chilean juncture his position regarding the Liberating Expedition to Perú and its preparing. Based on this perspective, we hope to be able to apport into the analysis of role Monteagudo tries to give to his paper in the chilean public sphere.

Keyword: Bernardo de Monteagudo, press, political, Chile, 19th century

Monteagudo y la “fiebre mental”. Un análisis de El Censor de la Revolución (1820) editado en Chile por Bernardo de Monteagudo

Introducción

En este trabajo nos proponemos abordar el periódico El Censor de la Revolución aparecido en Santiago de Chile entre el 20 de abril y el 10 de julio de 1820, cuyo editor fue Bernardo de Monteagudo.

Una de las características más trabajadas de la trayectoria de Bernardo de Monteagudo es su cambio de postura política. Habiendo sido uno de los participantes del levantamiento de Chuquisaca en 1809, fue preso tras la derrota (Just Lleó, 1994; Serulnikov, 2016). Fugado de la cárcel, formó parte de las filas del Ejército Auxiliar del Perú al mando de Juan José Castelli. Con la derrota de Huaqui acompañó al representante de la Junta a Buenos Aires (Wasserman, 2011) donde comenzó su actuación política desde la prensa. Como editor de la Gazeta de Buenos Aires y luego de Mártir o Libre, Monteagudo tuvo una prédica a favor de la Independencia y de fomento a la participación ciudadana en las esferas de deliberación pública (Goldman, 1987). Desde una prédica fogosa y disruptiva, se convirtió en el portavoz de la Sociedad Patriótica y de la radicalidad política de Buenos Aires (Goldman, 1992). Con la alianza entre la Sociedad Patriótica y la Logia, Monteagudo fue parte del proceso que derivó en la caída del Primer Triunvirato y participó en el alvearismo que dominó la política porteña entre octubre de 1812 y 1815. Aunque el único cargo oficial confirmado que tuvo durante este período fue el de diputado por Mendoza en la Asamblea del año XIII, su influencia en el gobierno le valió una condena al destierro tras el derrocamiento de Alvear.

El tucumano vivió el destierro europeo entre 1815 y 1817 donde su rastro es difícil de hallar, aunque existen registros de que estuvo un buen tiempo en Francia y que contó con la ayuda de Bernardino Rivadavia para volver a América (Villarreal Brasca, 2011, pp. 112-114). En 1817, consiguió volver a América para sumarse a las filas de San Martín y O’Higgins en Chile. Tras algunos desencuentros con el Libertador, que le valieron un breve periodo confinado en San Luis (Pastor, 1935), regresó a Chile donde en 1820 redactó El Censor de la Revolución. Ese mismo año, Monteagudo viajó a Perú con el Ejército Unido Libertador del Perú donde ofició de auditor de guerra, teniendo influencia en la edición del Boletín del Ejército Unido y editando, en 1821, El Pacificador del Perú (Peralta Ruiz, 2011).

Con el ingreso del ejército en Lima, tenemos el segundo período de Monteagudo como funcionario de gobierno. En este caso, fue el hombre fuerte del Protectorado Peruano oficiando de ministro de Estado, de Guerra y de Relaciones Exteriores. Durante este segundo período de ejercicio de la función pública es donde se percibe en su práctica las modificaciones en relación con su pensamiento político. La experiencia en el Río de la Plata y el destierro, habían modificado su radicalidad y reivindicaba ahora una moderación política. La misma se traducía en una prédica por la necesidad de un gobierno fuerte y la postergación tanto de la redacción de un texto constitucional como de la participación vía sufragio de la población. Este cambio político fue considerado por la historiografía en numerosas ocasiones. En 1878, José María Ramos Mejía aborda este tema y busca diagnosticar una histeria grave en Monteagudo que justifica dicha cuestión en su intensa necesidad de búsqueda de poder y venganza (2012). Mariano Pelliza (1880) da cuenta de este viraje en su biografía sobre el tucumano y ubica el motivo en su experiencia política y su creciente vocación por el ejercicio de la violencia. Mariano Vedia y Mitre (1950) en su biografía, plantea que el cambio político está ligado a la genialidad de Monteagudo y le adscribe un carácter profético a su escrito final, Ensayo sobre la necesidad de una Federación de Estados Americanos (Monteagudo, 1825).

Graciana Vázquez Villanueva (2006) analizó la totalidad de su discurso buscando las premisas fundamentales para cada período, concluyendo que varios de los pilares argumentativos se modificaron entre la etapa porteña y la limeña. Silvana Carozzi (2011), quien se limita a abordar su tiempo en Buenos Aires, plantea encontrar en él las bases autoritarias que luego se desataron en Perú. Para ella, el cambio no es tan radical como han planteado los historiadores que inicialmente lo abordaron.

Del lado del Perú, Carmen McEvoy (1996) hace eje en Monteagudo y su discusión con los demócratas limeños ubicando la misma como el acto fundante de la cultura política peruana. La autora identifica la motivación del giro autoritario en un diagnóstico previo por parte de nuestro protagonista. Según ella, Monteagudo habría ubicado el problema para la organización política de los estados Independientes en la existencia de facciones políticas que impedían un gobierno ordenado. Las soluciones que encontró para evitar este fenómeno fueron el autoritarismo y la negación de la participación; fueron estas ideas las que puso en práctica como funcionario peruano.

Contexto político y prensa chilena

En Chile, se pueden distinguir dos etapas del accionar de Bernardo de Monteagudo. La primera se desarrolló entre 1817 y 1818. Llegó al país trasandino tiempo después de la batalla de Chacabuco. Fue convocado por José de San Martín a pesar de las expresas recomendaciones en contra de Juan Martín de Pueyrredón. En esta primera etapa, circuló un escrito suyo titulado Relación de la Gran Fiesta Cívica del 18 de febrero de 1818 (Ramírez Rivera, 1988) en el cual, retrató las jornadas de festejo por la Declaración de la Independencia chilena y buscó legitimar su existencia. Poco después, ese mismo año, sucedió la derrota de Cancha Rayada que fue producto del ataque sorpresa por parte de los realistas e instaló el pánico en Santiago con las primeras noticias. Se hablaba de la pérdida de todo el ejército y la muerte de José de San Martín y Bernardo de O’Higgins. Finalmente, la derrota no fue tan estrepitosa gracias a la actuación de varios oficiales que ordenaron la retirada, destacándose entre ellos el General Gregorio Las Heras.

Lo cierto es que Monteagudo, al oír las catastróficas primeras noticias sobre la batalla, salió de la ciudad con rumbo a San Juan donde se estaba desarrollando el juicio contra dos de los hermanos Carrera, enemigos políticos de O’Higgins. Nuestro protagonista llegó con un solo objetivo: acelerar el juicio y conseguir el fusilamiento de ambos. Efectivamente, en poco tiempo consiguió lo que buscaba. Su objetivo, en línea con su nueva perspectiva de moderación política, era neutralizar un posible crecimiento de las facciones opositoras dentro de la Capital en el marco de la derrota militar (Vedia y Mitre, 1950). Si bien el poder de San Martín y O’Higgins se cimentaba sobre lo que parecía la sólida base del ejército, no eran despreciables los planes de los hermanos Carrera para volver a Chile y desplazar a los jefes militares (Bragoni, 2009) dado que el poder construido por el Libertador en Cuyo estaba amenazado por lealtades cruzadas, oposiciones varias y la propia moral de los soldados que se expresarían ese mismo año con un levantamiento en la zona (Bragoni, 2005). Cuando el humo terminó de disiparse sobre el campo de batalla y las noticias de lo actuado por Monteagudo llegaron a oídos de San Martín, este lo mandó a la prisión al aire libre de San Luis, donde estaban ya los prisioneros de Chacabuco.

La segunda etapa de Monteagudo en Chile se inició tras el alzamiento de españoles en San Luis del 8 de febrero de 1819. Él formó parte de la represión al levantamiento y el juicio posterior y, por ello, San Martín volvió a convocarlo a Santiago, donde llegó desde Mendoza junto con el Libertador en febrero de 1820 (Pastor, 1935).

El Chile de 1820 estaba fuertemente dominado políticamente por Bernardo de O’Higgins y apadrinado por José de San Martín. El exilio mendocino de los chilenos tras la caída de la patria vieja había permitido a San Martín dar el mando indiscutido del país a O’Higgins. Para hacerlo, había neutralizado a la oposición más fuerte que tenía, los hermanos Carrera. José Miguel Carrera se encontraba en el exilio y Juan José y Luis Carrera habían sido juzgados por conspiración contra el gobierno en 1817, terminando con el fusilamiento de ambos el 8 de abril en 1818. Juicio en el que tomó parte Bernardo de Monteagudo y por el que fue enviado a prisión por San Martín. El 26 de mayo de 1818 se había dado muerte también, en un confuso episodio del que participó nuestro protagonista, a Manuel Rodríguez, quien también lideraba una facción opositora (Amunátegui, 1853).

Desde la Batalla de Maipú, en que virtualmente se puso fin a la resistencia española en el país, el gobierno tuvo como uno de sus objetivos la puesta en marcha de la Expedición Libertadora del Perú. Motorizada por San Martín para concretar el plan continental, la expedición debía ser un esfuerzo conjunto de las Provincias Unidas del Río de la Plata y de Chile. Los preparativos de esta no solo incluían la puesta a punto y ampliación del ejército triunfante en Chacabuco y Maipú, sino también la creación de una armada, el aspecto más desafiante de la operación. El proyecto se hizo aún más costoso a medida que Buenos Aires fue incumpliendo su compromiso hasta renunciar al mismo enteramente tras la crisis de 1820 (Halperín Donghi, 2007).

En términos de orden interno, O’Higgins buscó ser el ordenador del país. Tanto él como San Martín, estaban convencidos del peligro de la existencia de facciones para la estabilidad del gobierno. La declaración de la Independencia, en ese sentido, es ejemplificadora de este hecho ya que se eligió una declaración decretada por el gobierno antes que el llamado a un Congreso. La misma fue abierta a firmas posteriormente y legitimada de esa forma. Aunque se perdiera la legitimidad irrefutable que otorgara un Congreso, la Independencia por decreto conseguía evitar el disenso y las protestas que podían surgir en una convocatoria abierta al Pueblo. El escrito de Monteagudo de 1818, al que hemos hecho referencia que relata los festejos de esos días (Ramírez Rivera, 1988), fue parte de una campaña simbólica cuidadosamente pensada para dotar a la Declaración de la legitimidad de la que carecía por no ser producto de un Congreso.

En relación con la prensa chilena en este período, el Director Supremo buscó diferenciarse del gobierno virreinal garantizando una serie de libertades civiles entre las que nos ocupa particularmente la libertad de imprenta. Entre 1817 y 1819 existió el nada despreciable número de diez periódicos no gubernamentales, impresos tanto en la imprenta oficial como en la única de tipo particular que existía en el país. A este número debemos sumar la Gazeta de Gobierno que, cambiando varias veces de nombre, existió durante todo este período (Silva Castro, 1958).

En este contexto, no es del todo extraordinario el poco análisis que ha merecido El Censor de la Revolución por parte de la historiografía. De breve duración, tanto el periódico como su editor tuvieron relativamente poco impacto en la política chilena del momento. Esto llevó a que los análisis políticos del período se centraran en la construcción de poder de O’Higgins y en el rol jugado por San Martín en la misma. A pesar de que Monteagudo aparece mencionado en algunos momentos clave de esa historia, la brevedad de su participación hace que no sea un personaje relevante a la hora de analizar este período de la política chilena. Los conceptos políticos que nuestro protagonista hace expresos en el periódico toman relevancia a la luz de su actuación peruana y en la trayectoria general del personaje, pero no así en la política chilena de 1820. Este trabajo busca abordar este periódico desde los conceptos que explícita su editor y que serán fundamentales en su etapa posterior.

Puede hablarse de un panorama similar al pensar en el periódico mismo. Chile contó, ya desde el tiempo de la patria vieja, con autores de relevancia como Fray Camilo Henríquez y Fray José María de la Torre. En la patria nueva, vieron la luz periódicos como El Argos Chileno y El Telégrafo e incluso un escrito en entregas como Cartas Pehuenches, descontando el periódico del gobierno que tuvo plumas como las de Barros Arana y García del Río. En este sentido, El Censor de la Revolución no fue un periódico distinguido de Chile por su forma o redacción. En ese momento, tuvo repercusión su seguimiento de los preparativos de la expedición, pero no así los conceptos políticos vertidos en el periódico.

En pocas palabras, El Censor de la Revolución fue un periódico de poca trascendencia para la política y la literatura chilena, lo que justifica la escasez de trabajos que lo analicen. Nuestro abordaje está enfocado en el giro político de Monteagudo y, en ese sentido, rastrear el reflejo de este en la construcción del periódico. Para cumplir con el segundo objetivo tomaremos como elemento de comparación su periódico porteño, Mártir o Libre.

La explicitación del cambio de postura política

En su Memoria sobre los principios que seguí en la administración del Perú y eventos posteriores a mi separación, Monteagudo (1823) relata que:

De los periódicos que he publicado en la revolución, ninguno he escrito con más ardor que el Mártir o Libre, que daba en Buenos Aires: ser patriota sin ser frenético por la democracia era para mí una contradicción y este era mi texto. Para expiar mis primeros errores, yo publiqué en chile en 819 (sic.), El Censor de la Revolución; ya estaba sano de esa especie de fiebre mental, que casi todos hemos padecido; y ¡Desgraciado el que con el tiempo no se cura de ella! (p. 8).

Según sus propias palabras, Mártir o Libre y El Censor de la Revolución contienen las premisas argumentativas de sus dos posiciones políticas, la radical y la moderada. En el caso de El Censor de la Revolución, la “expiación” tiene lugar centralmente en el “Cuadro Político de la Revolución”, la sección que comienza cada uno de los números del periódico. En Mártir o Libre, las “Observaciones Didácticas” encabezaron los dos primeros números, continuando la serie iniciada en la Gazeta de Buenos Aires donde se vertían los principios básicos de la política.

El “Cuadro Político de la Revolución” consta de seis artículos (que encabezan los números 2 al 7) y una suerte de prefacio que, sin el título de la sección, encabeza el número uno del periódico. El cambio político al que la historiografía se ha referido con más profusión es aquel en el que Monteagudo defiende la participación ciudadana en 1812 mientras es un fuerte defensor de reducirla en 1820. Tal modificación es la más clara al comparar ambas secciones. En Chile señala que “el patriotismo ha desarrollado el germen de las virtudes cívicas, pero al mismo tiempo ha creado el espíritu de partido, orígenes de crímenes osados y de antipatías funestas” (s/t, 1820, núm. 1, p. 2) para luego rastrear el origen de dichos partidos “los ciudadanos (...) se juzgaban autorizados para variar toda administración que no correspondiese a las ideas liberales de las que estaban impregnados los pueblos” (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm. 2, p. 2). Es decir que la habilitación de las autoridades a la participación popular es lo que ha generado los partidos que destruyen a América. La voz “partido” en este escenario está utilizada como sinónimo de “facción”. Durante la primera década revolucionaria, se concibió a la facción como aquel conjunto de hombres que representan un interés particular pero necesariamente cargado de la negatividad de la subversión. En años venideros, ambas voces se distanciaron relativamente siendo “partido” un concepto más benévolo pero conservando la “facción” el carácter subversivo del orden. En el contexto en el que Monteagudo se expresa, “partido” y “facción” son ambos sinónimos que tienden a la disolución del cuerpo público mediante la acción directamente destinada a destruirlo (Souto, 2014).

En las “Observaciones Didácticas”, por otro lado, el énfasis está puesto desde un principio en fomentar la participación. Acorde con las citas de Las Catilinarias de Cicerón que hacen de epígrafe en Mártir o Libre (“Consulte vobis, prospicite patrix, conservate vos, conjuges, liberos, fortunasqe vestras: populi nom en, salutemque defendite”) el eje central de dicha acción es la necesidad de fomentar la virtud ciudadana, responsabilidad del Estado.

La explicación para este viraje no es teórica sino netamente práctica. Es el tiempo transcurrido y la experiencia ganada lo que demuestran los riesgos de la participación política. El cambio de postura política también muestra una modificación en el esquema explicativo de las mismas: el abogado ha dejado paso al político, el filósofo al secretario de Estado. Ya no busca la comprobación de sus ideas en las recetas de razonamiento filosófico aprendidas en Chuquisaca sino en la experiencia revolucionaria aprendida en el propio campo de batalla, sea militar o político.

La transformación en sus ideas sobre la participación, están acompañadas también de una modificación en sus posturas en relación con la redacción de un texto constitucional. Este tema ha sido abordado profusamente por la historiografía dada la centralidad que le asignaron los propios actores a lo largo de los procesos de Independencia. El texto constitucional funcionó durante la primera década revolucionaria como aquel conjunto de verdades que debían reemplazar el rol metafísico que el Rey cumplía antes de la revolución (Goldman & Pasino, 2009). La retroversión de la soberanía a los pueblos planteó el problema, para nada menor, de definir cuál era el sujeto de imputación soberana (Chiaramonte, 2004). Monteagudo había bregado en 1812 por la necesidad de sancionar una Constitución en el marco de la convocatoria a la fallida Asamblea de 1812: “El gobierno debe recibir del pueblo la constitución” (“Continúan las Observaciones Didácticas”, 1812, p. 114) remarcó con claridad en sus “Observaciones Didácticas”. Se planteó incluso el problema del sujeto de imputación de soberanía. Como para muchos de su época, para Monteagudo el sujeto de imputación era colectivo: “los pueblos” (Chiaramonte, 2004). Deja clara esta postura al plantear que no era necesario convocar una Asamblea para declarar la Independencia pero sí, para sancionar una Constitución. El carácter inalienable del derecho a ser libres - independientes - hace que no sea necesaria la convocatoria para conocer la opinión de los pueblos (“Continúan las Observaciones Didácticas”, 1812, núm. 1, pp. 2-7).

Ya en 1820 la idea de un texto constitucional como condición sine quanon para erigir los gobiernos revolucionarios, ha sido modificada para el tucumano. A la luz de la experiencia de anarquía y desorden en que cayeron los procesos revolucionarios, plantea que “los pueblos habrían experimentado más beneficios y menos convulsiones, si en vez de pomposas cartas constitucionales, se les hubiesen dado gradualmente sencillos reglamentos, que por ahora solo asegurasen a los ciudadanos una buena administración de justicia y el libre ejercicio de aquellos derechos de que dependen la paz y la comodidad doméstica” (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm. 2, p. 2). La experiencia de diez años de revolución ha convencido a Monteagudo de que “luego que se forma en un Congreso o asamblea con el carácter de constituyente, se establece un espíritu de partido contra sus deliberaciones” (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm. 3, p. 2), es decir, que no hay posibilidad de fijar una Constitución sin exponerse al riesgo de la formación de facciones y, consecuentemente, el surgimiento de la anarquía. Los argumentos son de carácter netamente prácticos y no parecen ser doctrinarios en estas justificaciones. La soberanía sigue siendo de “los pueblos” cuya opinión se debe consultar para fijar la constitución.

El sujeto sobre el que dicha constitución debe aplicarse es bastante más difuso. Monteagudo utiliza la palabra “país” o “sección” de América sin hacer más aclaraciones que nombrar ejemplos: las Provincias del Río de la Plata, Chile y Perú (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm. 3, p. 2). Sin embargo, en una frase categórica que resaltamos en negrita, señala que “Habría bastado conocer a fondo lo que importa esta idea solemne de Constitución política, para no pensar en su forma mientras no exista el sujeto que debe recibirla” (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm 3, p. 1). Pareciera ser que la prioridad de la cuestión bélica no solo tiene que ver con aspectos tácticos sino también doctrinarios: la existencia efectiva del sujeto que debe recibir el texto constitucional, es decir, la “nación”. El concepto de nación fue central en el proceso de organización americana y, justamente, base para el alcance de los textos constitucionales. En el pensamiento de Monteagudo, entonces, mientras los pueblos siguen siendo los sujetos de imputación de soberanía, la Constitución parece tener que aplicarse sobre una entidad mayor: América en su carácter de nación. Dentro de su carácter polisémico, una de las acepciones más claramente aceptadas para el concepto “nación” era la de un conjunto de territorios y personas que se rigen por las mismas leyes y ordenamiento institucional (Wasserman, 2009). La nación americana que aún no había garantizado su existencia, ni la garantizaría hasta que concluya la guerra con los españoles, sería quien debía recibir la Constitución (sobre pensamiento americanista ver Soto Hall, 1933). El viraje en torno a este principio básico explica también el eje puesto en la cuestión bélica. La expulsión de los españoles garantizaría la existencia de la entidad que debía recibir el texto constitucional: la nación.

Mientras en 1812, el tucumano entendía que la constitución era una posibilidad cierta, en 1820 el tiempo para la misma es un futuro lejano. Esta modificación tiene que ver con la concepción del sujeto que debe recibir la misma y que ha variado con la experiencia revolucionaria. Si bien en 1812 instaba a la redacción del texto constitucional con urgencia, en 1820 afirma con contundencia: “Contentémonos con la grande esperanza de poner el sello a la revolución, y avisar a la América desde las orillas del Rimac, que ya es tiempo de convocar congresos, formar constituciones, promulgar leyes y organizar estados” (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm. 3, p. 4).

Sin embargo, se puede observar, que Bernardo de Monteagudo no ha modificado el objetivo central de la lucha. En 1812 era la independencia lo que ordenaba su prédica y ocho años después sigue siendo la misma. La única diferencia la ha aportado el tiempo: mientras en 1812 el imperativo era declararla, en 1820 lo es cuidarla y consolidarla (Halperín Donghi, 2007). Una vez más, ha pasado de los argumentos teóricos sobre por qué es necesario y justo declarar la Independencia, a los argumentos de índole pragmático sobre la necesidad de continuar la guerra. Los argumentos teóricos ahora sobran ante la evidencia de la guerra que ya se ha tornado definitivamente en independentista. La tarea de la hora es, entonces, llevar esa guerra a aquellos lugares de América que aún no son Independientes, concretamente, a Lima, Ciudad de los Virreyes.

Con el aumento del tono bélico de sus palabras y la prédica marcial, creció también su necesidad de infundir odio en todo aquello que fuera español, centralmente en las personas mismas. En este aspecto, se ha radicalizado profundamente. En 1812, bregaba por desconfiar de los españoles, pero les daba la oportunidad de redimirse a los ojos de la Revolución al decir:

Ojalá los españoles que residen en América se penetraran de los sentimientos que animan a sus paisanos de Europa, y no dieran lugar a que se formara contra ellos un odio que casi es irreconciliable, si no se enmiendan y trabajan con nosotros por la LIBERTAD de la patria. (s/t, 1812, p. 38).

Aún quedaba espacio para evitar el odio contra los españoles, siempre y cuando juraran por la Revolución (Ternavasio, 2007). En 1820, en cambio, ya no había lugar para ello y desde El Censor de la Revolución fomenta todo lo posible el odio hacia los españoles. Al punto de no salvar de ello ni siquiera a los españoles enrolados en el ejército independentista

Tampoco dejaremos de inculcar sobre la suma precaución con que deben ser admitidos en nuestro ejército los españoles europeos: la justicia y la política prohíben que se confíe a su brazo la espada destinada a teñirse en la sangre de sus mismos paisanos. (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm. 6, pp. 2-3).

 Tras plantear los méritos extraordinarios que estos sujetos deberían hacer para llegar a los más altos puestos del ejército, sin embargo, aclara que “nadie nos acusará de ser temerarios, si sostenemos que debe ser muy corto el número de los escogidos” (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm. 6, p. 3).

La aparente contradicción entre la moderación política y la radicalidad del odio a los españoles no pasó desapercibida para Monteagudo quien abordó esta cuestión:

combatir el liberalismo de las ideas proclamadas en la revolución, y despertar el odio contra los españoles, (...) son dos cosas que tienen apariencia de contradicción, sin que exista en la realidad. La una se dirige a alejar cada vez más el peligro de retrogradar (sic) en la empresa de nuestra emancipación, peligro que si se da una hojeada en la historia de las naciones, se encontrará que no carece de ejemplos. (...) La otra tiene por objeto conducir los pueblos a la libertad, y no precipitarlos a la anarquía, que es el último escalón para bajar a la esclavitud (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm. 2, p. 3)

Si tenemos en cuenta lo mencionado anteriormente sobre el sujeto de imputación de soberanía, lo que Monteagudo está expresando es que el odio a los españoles está enmarcado en el proceso bélico que debe garantizar el sujeto al que luego se le otorgará un texto constitucional y las libertades modernas (sobre la trayectoria de Monteagudo ver Ortomberg, 2009). Hasta tanto, lo central es la guerra y el orden, cuyo garante es la no participación política de las grandes mayorías para así evitar las facciones y la anarquía (Mc Evoy, 2006).

El cambio en el discurso

El cambio en el discurso político está imbuido, entonces, de una creciente prédica marcial. La necesidad de organización basada en discursos filosóficos de 1812 ha dado paso a un discurso netamente centrado en el aspecto práctico de la guerra. En 1820 en Chile, la guerra de independencia tiene una expresión clara: la Expedición Libertadora al Perú.

Como hemos referido, los preparativos para la etapa final del plan continental pergeñado por San Martín durante su Gobernación de Cuyo, no solo eran en sí mismo complejos, sino que habían sufrido varios contratiempos dado el progresivo incumplimiento por parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata de los compromisos asumidos para llevarla a cabo. Los preparativos, entonces, habían quedado solo a cargo de las autoridades sitas en Santiago de Chile (Halperín Donghi, 2007).

En relación con la Expedición, Monteagudo mostró tanto un interés particular como una autonomía relativa bastante llamativa. En El Censor de la Revolución encontramos ocho artículos que hacen referencia explícita a los preparativos. Su heterogénea distribución da cuenta de que el editor planteaba el tema cuando entendía que había algo de relevancia que informar, sin una periodicidad fija (“Cuestión Importantísima”, 1820, núm. 1, pp. 3-4; “Cuestión Importantísima”, 1820, núm. 2, pp. 3-4; “Valparayso”, 1820, núm. 4, pp. 4-5; “Ejército Expedicionario”, 1820, núm. 5, p. 8; “Expedición Libertadora del Perú, 1820, núm. 7, pp. 7-8; “Santiago de Chile, Julio 10”, 1820, núm. 7, p. 8).

Sin embargo, no debemos deducir de esto que no era un tema de importancia. Lejos de ello, los primeros dos artículos se encuentran en los dos primeros números del periódico, y ambos son un reclamo por las demoras en los preparativos de la expedición. Teniendo en cuenta la relación de Monteagudo con San Martín y O’Higgins llama la atención el fuerte tono condenatorio de las palabras del tucumano para con una administración que no solo apoya sino con la que tiene vínculos personales, aunque estos estuvieran desgastados (Vedia y Mitre, 1950). Dice nuestro protagonista:

si a pesar de estas y aquellas, la expedición no se realiza, desde ahora hacemos un triste pronóstico a la actual administración. Ella será víctima del odio público, perderá el derecho a los sacrificios y confianza de sus súbditos,(...)  será responsable a toda la América, cuyos destinos penden hoy de los esfuerzos de Chile; merecerá la indignación de la Europa, (...) en fin, la imparcial posteridad que nos aguarda, en vez de alabar los servicios del actual gobierno a la causa pública, execrará su memoria cuando vea en la historia de estos tiempos, que la administración del año veinte pudo dar la libertad al Perú, o por lo menos intentarlo, y que no lo hizo por apatía, por irresolución o por falso cálculo de sus intereses. El Gobierno está en aptitud de elegir entre su existencia o su ruina, entre la admiración del mundo o el odio de todos los que simpatizan con los votos de la América del Sud. (“Cuestión Importantísima”, 1820, núm. 1, p. 4)

A pesar de que podemos imaginar que, tras la prisión en San Luis, Monteagudo buscaría congraciarse con el Gobierno, no ahorra belicosidad alguna al referirse a las demoras en los preparativos que para él son de suma importancia. La efectividad de sus palabras queda demostrada en la necesidad que ve el propio gobierno en contestarlas. Tras el primer número de El Censor de la Revolución se editó un suelto titulado Apologías del mérito inicuamente calumniado, en el que se detallaban todos los pasos que el gobierno había tomado en pos de llevar a cabo la Expedición y las dilaciones y contratiempos producto del no cumplimiento por parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El texto cuenta con once páginas. Fue impreso en la única imprenta particular del lugar y fue anónimo, aunque lo más probable es que fuera realizado por orden del gobierno y algunos historiadores atribuyen su autoría a Juan García del Río (Silva Castro, 1958, pp. 68-69).

En el número siguiente, Monteagudo respondió al escrito. Si bien moderó su tono, no abandonó las críticas por la demora de la Expedición. Amplió sus censuras a quienes debían prestar el dinero para financiar la Expedición y no lo estaban haciendo, pero no dejó de reprochar al gobierno que, teniendo la fuerza y la opinión de su lado, no los obligaba a aportar los recursos necesarios. Con relación a las críticas que se le habían hecho señaló que sus cuestionamientos podrían haber sido mayores y que “se nos ha hecho muy poca justicia en creer que podríamos arrendarnos en decir la verdad en las cosas que miran al interés público, y que están muy distantes de comprometer el orden”. Tras esta aclaración de que no se busca comprometer el orden institucional, sanciona “se engañan los que esperan que escribamos solo para agradar” (“Cuadro Político de la Revolución”, 1820, núm. 3, p.3).

En relación con el porqué de la severidad de la crítica vertida por Monteagudo, Silva Castro (1958) plantea la hipótesis de que las mismas hayan sido instigadas por San Martín en un intento por forzar a O’Higgins a tomar medidas más determinantes en el marco de las dificultades económicas con las que se encontraba.

Más allá del porqué de la crítica, es interesante a los efectos de su novedosa moderación, el tono de la respuesta a la Apología del mérito inicuamente calumniado. Su intención de aclarar que, a pesar de las críticas, no se tiene intención de poner en jaque la institucionalidad del gobierno muestra los límites que Monteagudo se autoimpone a la hora de censurar al gobierno. Se desprende de allí, tanto el poder como el rol que le atribuye a la prensa. Si debe aclarar que no busca “comprometer el orden” es porque efectivamente creía que ello se podía hacer desde un periódico. Su experiencia política tenía sobrados ejemplos de cómo la prensa podía fomentar las facciones y los partidos al punto de impedir el orden institucional. No solo se impone a sí mismo dicho límite, sino que previene de lo mismo a otros. En ocasión de la aparición de un periódico en Cuyo, el editor expresó:

no hay cosa tan sagrada que no esté sujeta al abuso de los hombres, y la libertad de prensa, que es el paladín de los derechos del pueblo, puede a las veces ser la tea que inflame las pasiones y precipite un estado en la anarquía, si el amor al bien público y la moderación en los principios no sirven de norte al escritor. Nos persuadimos, que el editor del Termómetro se halla animado de estos sentimientos (“Provincia de Cuyo”, 1820, núm. 5, p. 7).

La libertad de imprenta, entonces, encuentra en la concepción de Monteagudo límites estrictos en torno a la crítica al gobierno. Si tenemos en cuenta que en Buenos Aires él mismo había sido el portavoz de una facción política desde el periódico Mártir o Libre, la modificación en torno a lo que concebía como el rol de la prensa se torna patente.

En términos de discurso y construcción simbólica, el síntoma más elocuente de su cambio de postura política aparece en relación con la memoria del 25 de mayo. Tanto en Mártir o Libre como en El Censor de la Revolución, Monteagudo redactó artículos especiales en el aniversario de la revolución rioplatense. En el caso del periódico porteño, aparece en el último número del periódico, el número 9 del 25 de mayo de 1812. En la misma fecha el inicio de la Revolución en 1809 con el levantamiento de Chuquisaca y le adjudica a una espontánea rebelión ciudadana de “un corto número de hombres iniciados en los misterios de la patria” el haber abierto “la primera brecha al muro colosal de los tiranos” (“Ensayo sobre la Revolución del Río de la Plata desde el 25 de mayo de 1809”, 1812, núm. 9, p. 58). La Revolución americana iniciaba así, espontánea y ciudadana, una justa sublevación frente a los años de tiranía. En 1820, no solo modifica la fecha de la Revolución, cambiándola a 1810, sino que ese inicio disruptivo queda matizado al decir que:

la opresión había perdido el carácter sagrado que la hacía soportable, y las fuerzas de un gobierno que se hallaba a dos mil leguas de distancias, envuelto en las agitaciones de la Europa, no podía servir de barrera a un pueblo que había hecho algunos ensayos de su poder (s/t, 1820, núm. 1, p. 2).

Chuquisaca queda así reducido a la categoría de “ensayo” y el despertar de América matiza su radicalidad dada la relevancia que toma en su origen la debilitación de los lazos coloniales que produjeron los eventos europeos. El carácter ciudadano de 1809 es reemplazado por la importancia de los factores externos en 1810.

En El Censor de la Revolución los homenajes al 25 de mayo le corresponden al número 4 del 20 de mayo. Al recordarlo, describe que de este día memorable en que el pueblo de Buenos Aires dio el grito sagrado, cuyo eco resonó hasta las orillas del lago Titicaca. En el relato de 1812, Monteagudo adscribe a Buenos Aires haber levantado “el pabellón de la Venganza”, en 1820 es el inicio de la Revolución.

1809 permite a Monteagudo hablar también de los peligros de la Revolución al hacer una detallada descripción de la represión sufrida por el movimiento:

(...) las familias arruinadas, los padres sin hijos, las esposas sin maridos: las tumbas ensangrentadas, los calabozos llenos de muerte por decirlo así: sofocado el llanto porque aún gemir era un crimen, y disfrazado el luto porque el solo hecho de vestirlo mostraba cómplice al que lo traía (“Ensayo sobre la Revolución del Río de la Plata desde el 25 de mayo de 1809”, 1812, núm. 9, p. 59).

1810, en cambio, habilita a plantear que la Revolución americana y la independencia “son obra del movimiento que imprimió Buenos Aires a esa gran máquina que ninguna fuerza podrá hacer retrogradar (sic.)” (“VEINTICINCO DE MAYO”, 1820, p. 5).

Buenos Aires no ha caído nunca en manos enemigas y esto permite eliminar cualquier discurso sobre la violencia represiva y, por ende, la revolucionaria. No ha quedado en este relato rastro alguno de Chuquisaca, de la radicalidad democrática ni de la represión. Buenos Aires permite relatar una Revolución triunfante en toda su extensión.

Incluso más allá de los hechos, el relato de 1812 está atravesado por un discurso de radicalidad y violencia que concluye planteando que los americanos deben “jurad por la memoria de este día, por la sangre de nuestros mártires y por las tumbas de nuestros antepasados; no tener jamás sobre los labios otra expresión que la independencia o el sepulcro, la LIBERTAD o la muerte” (“Apéndice a todas las observaciones de este periódico”, 1812, núm. 9, p. 64). La diferencia en el recuerdo y homenaje al inicio de la Revolución queda expuesta cuando en 1820 plantea que al recordar el 25 de mayo “no se mezcla con ningún sentimiento; al contrario, se expresa un placer lleno de ternura, al recordar el día en que nacimos a la vida política” (“VEINTICINCO DE MAYO”, 1820, p. 5). Los sentimientos que se evocan al recordar ambos acontecimientos son reflejo de las posturas políticas de Monteagudo en sus distintos momentos: la radicalidad y la moderación, la sangre y la ternura.

Se ha perdido también el carácter ciudadano de la Revolución y gana fuerza en el discurso el aspecto marcial. En el mismo número se inserta un artículo donde el tucumano relata una anécdota de su tiempo en el Ejército Auxiliar del Perú al mando de Castelli. En la anécdota, una señora mayor de Santiago del Estero hace gala de su patriotismo frente a un Castelli que la escucha atentamente. No es casual que Monteagudo decida ilustrar el aniversario de la revolución con un relato dentro del ejército. Tampoco es casual que dicha anécdota cuente como el general del ejército y los habitantes del lugar donde se lucha, tengan los mismos objetivos e intereses. La etapa ha cambiado y ya no es la radicalidad política y los levantamientos ciudadanos lo que se debe reivindicar, sino la disciplina marcial y la unidad de intereses entre el ejército y la ciudadanía.

Los homenajes al 25 de mayo son una muestra de cómo el cambio de postura política requiere, por su rol de letrado, una reinterpretación del proceso revolucionario. Monteagudo busca legitimar su postura política como heredera directa de los principios revolucionarios. Así como crea una revolución civil, democrática, independentista y acechada por el peligro de la derrota en 1812, describe otra victoriosa, sin sangre, ordenada y militar en 1820. La modificación del año de inicio de la revolución es la reescritura del discurso en clave marcial, victoriosa y moderada.

La fisonomía del periódico

El Censor de la Revolución consta de siete números editados entre el 10 de abril y el 20 de julio de 1820. Originalmente, el periódico debía salir los días 10, 20 y 30 de cada mes. Sin embargo, esto se respeta hasta el quinto número que aparece el 30 de mayo. En los últimos números, su aparición fue más espaciada: el número seis fue editado el 20 de junio y el número siete el 10 de julio. Esta irregularidad final explica que el periódico se haya extendido hasta la salida de la Expedición Libertadora del Perú.

En lo que respecta a la materialidad y construcción del periódico, Mártir o Libre y El Censor de la Revolución no son tan disímiles como lo son en los conceptos que vierten. En primer lugar, ambas son publicaciones que podríamos denominar “de autor”, es decir, publicaciones que tienen como objetivo central ser el vehículo para la prédica política de su editor. Esta definición está nítidamente reflejada en el tipo de artículos que caracterizan a ambos periódicos, los artículos propios o “editoriales” son mayoritarios (Figura 1).

 

Figura 1. Artículos por sección de Mártir o Libre y El Censor de la Revolución.

Sumado al dato netamente numérico, ambos periódicos cuentan con una sección de artículos destinada específicamente a que el editor vierta sus conceptos filosófico-políticos que encabeza los números en los que aparece: las “Observaciones Didácticas” en Mártir o Libre y el “Cuadro Político de la Revolución” en el caso chileno. Los artículos propios de carácter editorial, sin embargo, no se reducen a los que abarcan en dichas secciones, sino que se suman a ellos editoriales sobre otras temáticas como la expedición al Perú.

Pero incluso más allá de la cantidad de artículos propios, consideramos a ambos periódicos de autor dado que las voces externas insertadas en ellos están específicamente seleccionadas para argumentar las posiciones del editor. En el caso de El Censor de la Revolución la aparición de las voces externas es claramente distinguible como un recurso que no estaba dentro de los planes originales del editor, sino que estuvieron directamente vinculadas a la coyuntura política. La primera de ellas aparece en el número del 30 de abril y lo hace no solo sin explicación sino también sin demasiado detalle ni importancia. En el número siguiente, vuelve a aparecer una voz externa que, esta vez sí, obtiene más desarrollo.

Ya en los números cinco y seis del 30 de mayo y el 20 de junio respectivamente, vemos cómo las voces externas terminan por modificar su fisonomía. De un periódico casi íntegramente compuesto por artículos propios, en estos números se transforma en uno exactamente a la inversa: el único artículo propio de ambos números es el “Cuadro Político de la Revolución” que los encabeza. La fisonomía del periódico se ha modificado abruptamente para dar paso a una gran cantidad de voces externas (Figura 2). Tan abrumadora es esta cantidad, que solo ha dejado lugar a la voz del editor en el “Cuadro Político de la Revolución”.

Figura 2. Tipo de secciones por número

El motivo de esta transformación tiene que ver con un suceso peninsular: el Pronunciamiento de Riego y la Revolución liberal de 1820. Este evento, que en la península dio por resultado el advenimiento del Trienio Liberal, en América no pasó desapercibido dado que el mismo impidió el envío de tropas que se esperaban para terminar con los procesos independentistas en las colonias. El Censor de la Revolución presenta una llamativa cautela a la hora de dar las noticias sobre estos acontecimientos, a tono con la nobel moderación de su editor.

Como hemos dicho, la primera voz externa - y, a la vez, primera referencia a la Revolución de 1820 - en el periódico Censor de la Revolución aparece en el número del 30 de abril como parte de un conjunto de artículos cortos que daban cuenta de distintos acontecimientos; entre otros, un pase de revista sobre los avances en la armada de Valparaíso (“VALPARAÍSO”, 1820, núm. 2, p. 4), una nueva enfermedad contagiosa (“ARTÍCULO COMUNICADO”, 1820, núm. 2, p. 5) y las “Estadísticas y Necrológicas” (“Estadística y Necrología”, 1820, núm. 2, p. 5). En rigor, hablamos de voz externa dado que el editor nombra “cartas” procedentes de dos embarcaciones distintas, pero es él mismo quien da la información de “una insurrección en algunos cuerpos que forman parte del ejército destinado a ultramar y que una división de 8000 hombres se declaró a favor de la Constitución” (“INSURRECCIÓN DE ESPAÑA”, 1820, núm. 2, p. 5).

En el número siguiente aparecen un artículo con más noticias y uno escrito por el propio editor opinando sobre el tema. Tras saludar a la Revolución por liberal y desearles suerte, analiza qué sucedería con América incluso si la misma triunfase y concluye que

la liberalidad del gobierno español, cualquiera sea la forma que reciba, jamás pasará de las columnas de Hércules; y si mientras duran sus convulsiones políticas, no nos apresuramos a consolidar nuestra independencia, debemos temer que los constitucionales (...) puedan mandar un ejército grande a nuestras costas (“REVOLUCIÓN DE ESPAÑA”, 1820, núm. 3, p. 6).

Con noticias aún escasas, nuestro protagonista opta por plantear que las mismas no deben ser un impedimento para el objetivo de la independencia americana, que se mantendrá inalterable sin importar el resultado de la disputa peninsular. En consonancia con la importancia que otorga a la Expedición, Monteagudo intenta demostrar que estas noticias no deben ser tomadas como un argumento para retrasarla ni intentar negociar con el enemigo.  

En los números cinco y seis, como hemos dicho, las voces externas inundan el periódico. En el primero de estos dos números aparecen seis voces externas de distinta procedencia destinadas a confirmar la existencia y avance de la insurrección española. Las mismas son contradictorias entre sí, afirmando unas que se ha tomado Cádiz y la revolución es ya inminente en todo el territorio, mientras otras plantean la derrota de los insurgentes en Cádiz y su inminente eliminación. Las fuentes de estas noticias son mayoritariamente de cartas de distinta procedencia, y algunos periódicos de Inglaterra como el Liverpool Advertiser, el Bell’s Weekly Messanger y el Liverpool Mercury (“Londres, sábado a la tarde, enero 29”, 1820, pp. 4-5; “LONDRES, FEBRERO 14”, 1820, p. 5; “LONDRES, FEBRERO 18”, 1820, pp. 5-6). Se confirma, sin embargo, en todas ellas la existencia de esta y el hecho de que las tropas destinadas a América son parte de las levantadas y, por ende, no se han embarcado. Este último dato no solo se deduce de la lectura de las noticias en cuestión, sino que se inserta un breve artículo bajo el título “Santiago de Chile, 30 de mayo” (1820, núm. 5, p. 5) que justamente hace expreso que son solo esos los datos que se está en condiciones de confirmar.

Luego de dar las noticias sobre lo que sucede en la península, sin solución de continuidad, aparecen otro conjunto de noticias pero esta vez sobre América entre las que se incluyen el inminente avance de Bolívar, la exitosa defensa de Salta por parte de Güemes y el relato de los maltratos sufridos por un soldado independentista durante su tiempo en prisión por parte de las autoridades virreinales. Además de estas, se incluyen una noticia proveniente de Cuyo que informa sobre la reunión de la Asamblea y la aparición de un periódico y otra de Buenos Aires sobre el nombramiento de Idelfonso Ramos Mejía como gobernador interino (“BUENOS AYRES 30 DE ABRIL”, 1820, núm. 5, p. 7).

En el número siguiente, las voces externas insertas ya no se refieren a España sino solo a América. Aparecen tres noticias de guerra de Venezuela, Salta y Córdoba donde se plantea que las armas de América están en condiciones y a disposición de apoyar y reforzar a la Expedición al Perú (“PROVINCIA DE CÓRDOVA, 1820, p. 3; “VENEZUELA”, 1820, p. 3; “SALTA 15 DE MAYO”, 1820, p. 4). Luego, se agrega una que plasma una espantosa situación en Lima de un Virrey que espera refuerzos que no van a llegar y un pueblo que aguarda ansioso la Expedición de Chile (“LIMA”, 1820, núm. 6, pp. 3-4).

Durante estos dos números vemos como las noticias y voces externas se convierten en protagonistas casi excluyentes del periódico. Sin embargo, tal modificación en su fisonomía no altera la calificación de este como “de autor”. La cuidadosa selección de noticias ocupa el lugar que antes ocupaba la palabra del editor. La disposición de las tropas americanas para llevar adelante el avance definitivo son la contracara de la sublevación de las tropas españolas destinadas a enfrentarlas. Las voces externas, cumplen así el rol de reforzar la prédica del editor y no de reemplazarla. Se busca con ellas plantear un cuadro de situación que avala su prédica por acelerar los preparativos para la Expedición y asegurar la Independencia de América al ganar la guerra continental.

Sin embargo, cabe destacar que la utilización de este recurso sí modificó su forma entre 1812 y 1820. En 1812 la inserción de estas voces externas tenía algunas características comunes que se han perdido para 1820. En Mártir o Libre son pocas las voces externas que buscan dar cuenta de un evento acontecido en otra geografía. De hecho, de las quince voces externas que encontramos en el periódico, nueve responden a editoriales de otros periódicos y discursos de americanos del Norte, es decir, casi dos tercios de las voces externas que se insertan (hablamos de citas a El Duende Político en los números 3, 4, 5 y 7 del periódico, de discursos estadounidenses en los números 5, 6 y 7 y de una cita a El Duende en el número 8). A su vez, tales voces externas contenían aclaraciones explícitas por parte del editor, sea aggiornando los nombres en discursos extranjeros a los de América o bien haciendo expresas aclaraciones sobre cómo debe ser leída una noticia en particular.

En el número ocho, por caso, Monteagudo inserta un artículo de El Duende donde se critica a la Inquisición. Este artículo ocupa prácticamente la totalidad del periódico utilizándolo como un editorial propio. No obstante, aclara antes de su transcripción

Entre los periódicos de Cádiz, se encuentran las siguientes reflexiones, que me ha parecido oportuno publicar con preferencia a las mías, para que conozcan nuestros enemigos que no es lo mismo atacar el culto que destruir sus abusos, y para que nunca puedan acriminarnos de lo mismo que han autorizado ya sus corifeos (Mártir o Libre, núm. 8, p. 57).

Evitando dejar al azar la interpretación que se debe hacer de la transcripción siguiente. En el caso de los discursos de patriotas norteamericanos, se hace expresa la interpretación que se debe tener de los mismos al aclarar los paralelismos en las distintas geografías. Dos ejemplos claros de estos mecanismos son:

Discurso pronunciado en el aniversario de la independencia de Estados Unidos de Norte América, o de la declaración de su independencia, en Washington el 4 de julio de 1811 (a) (…) (a) Quanto descubre el grado de prosperidad a que han llegado los Estados Unidos, interesa a nuestra curiosidad por ser un pueblo nuevo, que en nuestros días se ha hecho célebre en el mundo. No interesa menos el saber que motivos los impelieron a proclamarse independientes. (“Discurso pronunciado en el aniversario de la libertad de los Estados Unidos de Norteamérica, o de la declaración de su Independencia, en Washington el 4 de julio de 1811”, 1812, p. 33)

Y la cita al pie que incluye en el artículo titulado “Discurso de un Americano del Norte a ser imitado”:

(a) Este discurso de un americano del norte me ha parecido bien traducirlo de la biblioteca de M. Warville, por la analogía que tiene a los sentimientos que nos animan, y deben animar con respecto a la España europea. En él se encontrarán rasgos que no debían desprenderse un instante de nuestros labios ¡Oxalá! Imitasemos a nuestros hermanos del Norte, y obrasemos con la misma energía que ellos hablaban y obraban. (“El grito de la LIBERTAD”, 1812, p. 41)

Como hemos visto, en 1820 Monteagudo inserta las voces externas sin aclaración alguna en torno a cómo interpretar su contenido - con la excepción de la segunda noticia sobre la insurrección del cuarto número -. Por el contrario, busca ampliar el panorama mediante la transcripción de otras noticias que completen el cuadro de situación que favorece su prédica. La transformación entendemos que responde también al paso de la radicalidad a la moderación, haciendo eje en los discursos político-doctrinarios en 1812 que desaparecen en 1820. La utilización de las voces externas, entonces, legitima las opiniones políticas en Mártir o Libre mientras avala su lectura pragmática de la situación militar en 1820.

Consideraciones finales

Hemos iniciado este trabajo con el objetivo de analizar El Censor de la Revolución desde la perspectiva del cambio de posicionamiento político realizado por Monteagudo en su trayectoria. Nos propusimos rastrear en el periódico tanto sus fundamentos para el mismo como el modo en que dicho cambio afecta al periódico y utilizamos para ello su periódico inmediatamente anterior, Mártir o Libre, como punto de comparación, tomando al propio Monteagudo como fuente de esta.

Entendemos que, en términos de armado de discurso, el eje básico del paso de la radicalidad a la moderación tiene que ver con el tránsito entre los discursos de doctrina política y el pragmatismo concreto. En ese sentido, las secciones de ambos periódicos destinadas a ser el hilo conductor de su pensamiento son ejemplos muy concretos: mientras en las “Observaciones Didácticas” se vierten conceptos políticos abstractos, en el “Cuadro Político de la Revolución” se lleva a cabo un minucioso análisis de la realidad coyuntural en función de plantear una estrategia político-militar que garantice la victoria en la lucha independentista, antes que el ordenamiento político definitivo de la misma.

La continuidad entre ambas etapas está relacionada con el rol que Monteagudo otorga a su propio periódico. En ambos casos vemos periódicos “de autor” que tienen como objetivo central ser el vehículo de las posiciones políticas del editor en la esfera pública. No ocurre lo mismo cuando nos enfocamos en el rol de la prensa en general, donde en 1820 él mismo se impone límites en su ejercicio de la libertad de imprenta. Entendiendo en esta nueva etapa que el peor de los males para la Revolución es la existencia de facciones y partidos, Monteagudo no reniega del rol de contralor del poder que debe tener la prensa pero le impone - y se impone - una censura expresa en el sentido de evitar fomentar el descontento al punto de deslegitimar el gobierno y fomentar la aparición de facciones que busquen derrocarlo, entendiendo que es así como se llega a la anarquía que diagnostica como la causa de todos los males que ha sufrido América desde el estallido de la Revolución.

La propia lectura del proceso revolucionario se ha modificado para legitimar esta nueva visión. Donde en 1812 se reivindicaba el carácter ciudadano, espontáneo y violento de la revolución, en 1820 se plantea una matizada en su origen, victoriosa por definición y donde la lucha la lleva adelante el ejército mientras el rol ciudadano es apoyar a la tropa. El sello definitivo de este cambio es la fecha de origen de la Revolución: 1809 se convierte en un “ensayo” para la Revolución de 1810. De Chuquisaca a Buenos Aires y de la radicalidad a la moderación.

La propia concepción de Monteagudo sobre su rol como letrado se ha modificado de la vocación didáctica a la responsabilidad de sostener el orden. Del grito de guerra Mártir o Libre a convertirse en El Censor de la Revolución.

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[1] Profesor en Enseñanza Media y Superior de Historia graduado en 2017 de la Universidad de Buenos Aires. Participantes de distintos proyectos de investigación relacionados con el análisis de la prensa y política a principios del siglo XIX en América. Expositor en distintas jornadas de Historia. Actualmente realizando tesis de Licenciatura sobre la figura de Bernardo de Monteagudo.

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