Antigua Matanza. Revista de Historia Regional

ISSN 2545-8701

Junta de Estudios Históricos de La Matanza

Universidad Nacional de La Matanza, Secretaría de Extensión Universitaria, San Justo, Argentina.

Disponible en: http://antigua.unlam.edu.ar

Pérez Darriba, E. (diciembre de 2019 – junio de 2020). El proyecto económico de José Gelbard. Antecedentes e Influencias Ideológicas del Plan Trienal. Antigua Matanza. Revista de Historia Regional, 3(2), 67-90.

Imago Mundi

El proyecto económico de José Gelbard. Antecedentes e influencias ideológicas del Plan Trienal

Emilio Pérez Darriba[1]

Universidad Nacional de La Matanza, Escuela de Formación Continua, San Justo, Argentina.

 

Fecha de recepción: 31 de mayo de 2019.

Fecha de aceptación y versión final: 26 de noviembre de 2019.

 

Resumen

El presente trabajo es parte de una tesina de Licenciatura en Historia de la Universidad Nacional de La Matanza. Ante los subsistentes avatares que condicionan y dificultan el desempeño de la economía argentina, se planteó la posibilidad de revisar cuales fueron los elementos y objetivos que caracterizaron al proyecto económico de José Ber Gelbard, un modelo económico que no contó con el beneplácito de los sectores que acostumbraron a resultar favorecidos con las medidas gubernamentales implementadas,. La experiencia demostró que cuanta mayor aprobación de estos sectores el modelo alcanzó, mayores fueron las posibilidades de empobrecimiento y postergación de los sectores populares. Por consiguiente, puede aventurarse que cuanto mayor sea el respaldo popular, más auspicioso puede ser el resultado de un proyecto heterodoxo. Estos ya de por sí son temas que revisten tal interés que habilitan a futuras investigaciones.

Se investigó sobre la pertinencia y dificultades en la implementación del Plan Trienal, o en algunas de sus medidas puntuales, atendiéndose a las distintas esferas que conforman el sistema económico argentino. El estudio se centró en el contexto, los antecedentes, y las referencias ideológicas que impregnaron sus supuestos. Se consideró que su análisis podría permitir tanto el rescate de alguno de éstos si se considerasen acertados, como identificar lo inadecuado de la ejecución de aquellos que se prefiguran como equívocos, inviables, u obsoletos.

Palabras Claves: Argentina, tercer gobierno de Perón, pacto Social, José Gelbard, proyecto económico, Plan Trienal, Liberación Nacional


[1] Profesor en Historia en el I.S.F.D. y T. N° 46, y Licenciado en Historia de la Universidad Nacional de La Matanza. Profesor de Historia de América Latina Siglo XX en la Licenciatura en Historia de la Universidad Nacional de La Matanza.

El proyecto económico de José Gelbard. Antecedentes e influencias ideológicas del Plan Trienal

Introducción

                Desde sus albores, el plan económico del tercer gobierno peronista contó con fuertes regulaciones establecidas por parte del Estado. Se sancionó un paquete de veinte leyes que tuvieron por objetivo aumentar salarios y jubilaciones junto a otros beneficios sociales, promover la empresa nacional a través de la ampliación del consumo interno, limitar la competencia extranjera, y otorgar una mayor disponibilidad de crédito público y privado. Regulado por un acuerdo entre empresarios y sindicatos que dio en llamarse Pacto Social, se practicó un aumento inicial y posterior congelamiento de precios y salarios.

                Las divisas necesarias para el impulso del proyecto económico serían obtenidas tanto de la apertura de nuevos canales comerciales con el exterior como de una pretendida y nunca concretada reforma agraria que obligaría a los terratenientes a incrementar su producción y reintegrar una mayor parte de su rentabilidad al Estado. Gelbard no ocultó su ambición al respecto, refiriendo que se iría “reduciendo la importancia relativa del sector agropecuario, lo que cambiará las fuentes tradicionales de poder en el país” (Blejmar, 2017, párr. 8), e incluso sostuvo en relación a la oligarquía diversificada que “no queremos que Argentina sea una colonia rica, ni que estas mejoras lleguen siempre a un grupo selecto, generalmente parasitario de la población”. (Blejmar, 2017, párr. 8).

Antecedentes del Plan Trienal

                Deben entenderse como antecedentes del Plan Trienal a la variedad de proyectos y procesos que le precedieron. Desde la caída del peronismo en 1955, durante el periodo de proscripción, y hasta 1973, los gobiernos constitucionales de Frondizi e Illia vieron condicionado su accionar por las presiones del sector castrense, de la resistencia del peronismo, de las considerables fracciones del movimiento sindical, añadidos el accionar de los consabidos sectores detentores del poder económico concentrado, y los por entonces numerosos y reducidos movimientos guerrilleros de reivindicación guevarista, peronista, o trotskista. No puede dejar de aludirse, por intensa e impertérrita, a la siempre bruñida por un discurso de auxilio y cooperación, presencia estadounidense.

                En consecuencia, el período se caracterizó por mandatos que fueron signados por democracias restringidas e interrupciones anticonstitucionales llevadas a término por las fuerzas armadas. La inestabilidad en la esfera política forzosamente se propagó al ámbito económico y, congruentemente, los tropiezos económicos nutrieron los bretes políticos. Esto supuso el encadenamiento de planes de enfoque ortodoxo que se alternaron con otros de tono heterodoxo.

                El modelo económico esbozado por los adláteres de la Revolución Libertadora, como voluntad de revulsivo a todo lo expuesto por el modelo antecesor, supuso un airado viraje. Si bien pretendió encaminarse en pos del desarrollo nacional con connivencia de la Iglesia, la cúspide de la dirigencia católica en esta oportunidad no concurrió con los principios de la Doctrina Social anteriormente patrocinados, que inscribieron los supuestos de justicia social y la cooperación entre capital y trabajo. En este constructo impuesto por el nuevo gobierno de facto prevalecieron, por ser fiel representante de los mismos intereses, sus postulados más tradicionales de religión, familia y propiedad como blasones del conservadurismo. No fue el campo popular el eje con el que se trazaron las medidas luego implementadas.

                Fue en esta etapa que Argentina ingresó al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial, dando inicio a un nuevo ciclo de endeudamiento. Sintomáticamente, con el por entonces menos deslucido discurso de reinsertar a la Argentina en el mundo. Internamente, las medidas establecidas propendieron a persistir en el camino del crecimiento sostenido por la ampliación del mercado interno. Sin lograr eludir la continuidad en el déficit de las empresas públicas ni las presiones de los sectores vinculados al agro, se asistió a una nueva depreciación de la moneda, a la liberación en los intercambios producto de la liquidación del I.A.P.I.[1], y al abandono en los controles de precios. Sin embargo estas medidas de corte ortodoxo, pese al persistente déficit fiscal, no lograron modificar el anquilosamiento manifiesto en el volumen de las exportaciones.

                Tras el derrotero de los mandatos de Eduardo Lonardi (1955) y de Pedro Aramburu (1955 - 1958), “Argentina se encontraba en default, y la deuda externa había crecido hasta alcanzar los 1.800 millones de dólares (….) El déficit fiscal que en 1957 era de 27.000 millones de pesos moneda nacional, en 1958 se elevó a 38.000 millones”. (Galasso, 2002, p. 112). La situación económica, análoga a la social al ponerse de relieve la inestabilidad, el descontento popular, y la carencia de perspectivas venturosas, se vio alimentada por el deterioro en la confianza en el sistema político, en las cúpulas militares, en los noveles dirigentes, y en la aparentemente inalterable ausencia de Perón.

                Ante la retirada del gobierno militar, la participación política en los sindicatos y en distintas estructuras representativas fue en un crescendo, constreñido ante la proscripción que impidió a militantes y dirigentes peronistas participar en la contienda electoral como candidatos. Por lo tanto, para las elecciones de febrero de 1958, el escenario se exhibió confuso e intrincado.

Arturo Frondizi había cortejado abiertamente al peronismo para obtener su voto. Para los dirigentes sindicales peronistas, apoyar su candidatura era una opción con muchos atractivos. Frondizi había prometido la reconstitución de la C.G.T., había impulsado la convocatoria de las elecciones en todos los sindicatos aun no normalizados y era partidario de la vuelta a un fuerte sistema de negociaciones colectivas basado en sindicatos nacionales centralizados, de acuerdo con la estructura existente durante el régimen de Perón. El contraste con el gobierno militar parecía evidente. (James, 2003, p. 127).

                Durante el transcurso del gobierno de Frondizi se asistió a un voluntarioso y encomiable proyecto de renovación y reactivación de la economía que dio en llamarse desarrollismo. Sus principales objetivos pudieron hallarse en, admitiendo la participación de capitales extranjeros, la promoción del sector industrial nacional y la explotación de los recursos naturales disponibles a escalas inéditas hasta entonces. Sirviéndose de los segundos, podrían delinearse atributos soberanos que posibilitarían el incremento de la densidad nacional[2], y al mismo tiempo fomentar el impulso industrializador. Los recursos obtenidos por nuevos endeudamientos con el F.M.I. encaminaron de modo indefectible hacia otra devaluación y a la asistencia de un nuevo ciclo inflacionario. El revés en el poder adquisitivo produjo el encogimiento del mercado interno, la consecuente pérdida de puestos de trabajo, la emergencia de la conflictividad sindical, y al aumento de las cargas impositivas pretendiendo equilibrarse la una vez más descompuesta balanza de pagos.

                Ante este escenario emergido en tal solo un año, ya en 1959 Frondizi decidió, bajo el consejo o las fuertes presiones de los sectores encumbrados (según la óptica con que se observe), incorporar a la cartera de Economía al pertinaz Álvaro Alsogaray. Se tomaron con él medidas ortodoxas, como una nueva devaluación que proyectó brindar mejoras en la competitividad de las deprimidas exportaciones, el congelamiento de los salarios tras el mismo objetivo, y una creciente supresión de las regulaciones y los controles estatales. Continuará con esta congruente acritud su sucesor, Roberto Aleman, quién delineó la privatización de empresas hasta entonces bajo poder estatal. En la siguiente cita, el uso del término racionalización, junto con los motivos esgrimidos, resultan desde lo discursivo justificativo suficiente para la implementación de tales medidas: “la iniciativa más radical fue la racionalización de los ferrocarriles, los cuales venían decayendo progresivamente desde la década de 1950. La pérdida de cargas a favor del transporte automotor, el deterioro de los equipos y el incremento del personal” (Belini y Korol, 2012, p. 188).

                Por otro lado, y fruto de los esfuerzos previos, entre 1958 y 1962 la producción de petróleo se triplicó. Esto permitió aproximarse al umbral del autoabastecimiento, aunque “en 1961 saltaron a la superficie las contradicciones del proceso” (Ferrer, 2004, p. 237), desembocando en la crisis de 1962 que puso fin al gobierno de Frondizi.

                Según Belini y Korol (2012), “luego del derrocamiento de Frondizi, el gobierno de Guido intentó continuar con estos planes” (p. 188). Manteniendo los márgenes de maniobra dentro de los preceptos impuestos por el F.M.I., se presenció una nueva devaluación, aumentos en impuestos, servicios y combustibles, y la depresión de la actividad económica. Resultó “significativo que el primer ministro de Economía (…) de 1962 fuera (…) Pinedo, principal conductor de la política económica en la década de 1930” (Ferrer, 2004, p. 239). Es dable recordar que las exportaciones, asentadas tradicionalmente en productos primarios, sufrían un estancamiento de décadas, y el impulso esencial de la economía se registraba a partir de la evolución del mercado interno. La asistencia a un nuevo ciclo de quiebras de empresas y al ingrato incremento de la mano de obra desocupada condujo a la baja en la recaudación impositiva y a la suspensión de los pagos por los servicios de la deuda. Notoriamente, ciclos experimentados reiteradamente por los argentinos.

                Evidenciándose la alternancia de políticas ortodoxas con las de inspiración keynesiana, “a partir de 1963, Illia retomó las políticas de expansión del gasto público e incremento del personal del Estado.” (Belini y Korol, 2012, p. 188). En este caso, desde una perspectiva disímil;

(…) que la alejaba del desarrollismo y se caracterizaba por un marcado gradualismo (…), el radicalismo del pueblo apuntaba más a la expansión global de la actividad económica que a focalizar la dinámica del crecimiento en determinadas actividades consideradas prioritarias. Por ende, se pretendía alentar un crecimiento más equilibrado antes que el desarrollo de ciertos sectores específicos. Además, no se ubicaba como causa de los problemas económicos de la Argentina a la debilidad estructural del proceso de acumulación del capital, y, por eso, no parecía tan necesario recurrir al capital extranjero, al que el radicalismo había mirado con recelo durante casi toda su historia. (Rapoport, 2007, p. 566).

                Tras esta explícita contribución quedaron expuestos los lineamientos e idearios esenciales del proyecto de Illia, que sin lugar a dudas representaron también un significativo antecedente del Plan Trienal. En este marco fue que su gobierno, flexibilizando la política monetaria, avivó un ciclo inflacionario que condujo a una nueva, y reiteradamente fallida, estrategia de control de precios. Ferrer (2004) se pronunció sobre esta experiencia como relativamente escasa de valor por sus acotados aportes al impulso de la economía nacional. Según este autor, el incremento del gasto público tan solo puede ser un recurso precario y temporal para encauzar el crecimiento en el largo plazo. Las mayores contribuciones de este modelo residirían, según estos supuestos, en el disímil trato dispensado a los centros financieros y organismos de crédito internacionales, lo que reflejó un sentido de autonomía que aparentaba desvanecerse, y a la interpretación de los factores domésticos como cimientos en los que estructurar el despegue definitivo de una economía desarrollada.

                Cronológicamente estos sucesos fueron seguidos por un nuevo, conservador, y violento, golpe de Estado. “En la etapa de Onganía, sobre todo bajo la conducción económica de Krieger Vasena se había producido un proceso de concentración del capital y de desnacionalización de empresas” (Vercesi, 2010, p. 2). Al mismo tiempo, en la década del ´60 se asistió a una clara recuperación del sector agrícola. El firme crecimiento pudo explicarse por la incorporación de nuevos métodos de utilización de los suelos, el ingreso de semillas mejoradas, lo que supuso un claro salto cualitativo en relación a los rindes por hectárea, y a la definitiva consolidación del empleo en mayor escala de tractores y cosechadoras. Desde el Estado se buscó usufructuar el despegue en los rendimientos para engrosar las arcas nacionales aplicando retenciones. En sintonía con la voluntad de incrementar y complementar la productividad con los ingresos estatales, bajo el ministerio de Krieger Vasena se sancionó la Ley 18.033 en 1968, “que estableció por tres años el impuesto a las Tierras Aptas para la Explotación Agropecuaria, un tributo de 1,6% sobre el valor fiscal de las tierras” (Belini y Korol, 2012, p. 216). La enorme relevancia de la implementación de esta legislación residió en que fue, en la historia argentina, el único impuesto nacional sobre la tierra de aplicación efectiva. No está de más remarcar que ésta no fue la primera experiencia de Krieger Vasena en el cargo. Con solo 37 años, en 1957 fue designado para la misma tarea por Aramburu, y bajo su égida se cristalizaron los ya mencionados acuerdos con el FMI.

                En términos de intercambios comerciales, se ambicionó consolidar los vínculos con Brasil y el resto de la región. Experiencia relativamente novel, ya que los objetivos “naturales” de las exportaciones argentinas estuvieron hasta entonces mayormente dispuestos hacia los mercados europeos (principalmente el británico), y el estadounidense.

En febrero de 1967, el ministro de Planeamiento de Brasil, Roberto Campos, viajó a Buenos Aires para proponerle a Krieger Vasena formar una unión aduanera que abarcara, separadamente, a los sectores siderúrgico, petroquímico y agrícola de ambos países. El acuerdo debía efectivizarse en un plazo de cinco años, con una reducción anual en las tarifas aduaneras del 20% hasta llegar a cero, y abierto a la adhesión de otros países, con diferentes calendarios de integración. (Rapoport, 2007, p. 633).

                La asistencia de estos anhelos no fue suficiente para alterar un escenario signado por la conflictividad política, económica y social. Devino por consiguiente el rotundo fracaso, por más que se hayan pretendido desde un inicio sentar las bases para apaciguar la agitación, del proyecto escalonado que tuvo como primera etapa lo que dio llamarse el tiempo económico. En un escenario claramente represivo e intolerante, fomento ineludible de la violencia, se hizo ciertamente imposible la ejecución de un proyecto que según especularon los acólitos de la Revolución Argentina debía escindirse en distintos tiempos. Como signo de época, merece siempre tenerse presente que durante el período en que las tres Fuerzas Armadas se arrogaron de modo ilegitimo la atribución de designar como jefe  de gobierno a Juan Carlos Onganía, acontecieron los históricos hechos conocidos como La Noche de los Bastones Largos y el célebre Cordobazo, junto con sus relevantes pero menos notificados correlatos en las provincias de Corrientes, Tucumán, Salta, Catamarca y en la ciudad de Rosario.

                Con breve anticipación a estos destacados hechos Krieger, fruto de sus antecedentes, contó con el irrestricto y provechoso soporte del establishment. Implementó en 1967 un plan con el que, “se intentaba acabar con la dinámica especulativa reinante, originadas en la expectativa de devaluaciones futuras” (Rapoport, 2007, p. 641), y se estableció una devaluación inicial que rondó el 40%.

                En algún aspecto, este plan alcanzó uno de sus objetivos. “La tasa de inflación que hasta Krieger Vasena había sido baja, alrededor del 7% en 1969” (Vercesi, 2010, p. 3), demostró que esta circunstancia no fue la esencia de las tensiones imperantes. Éstas, además de las inherentes a los aspectos económicos, residieron en las ya enunciadas pugnas por la representatividad y la proscripción política, en la censura y la represión, en la esfera cultural, y en el ámbito de los idearios. Otra evolución que mereció destacarse, curiosamente poco abordada,  fue que el programa no resultó congruente con los anhelos de la mayoría de la población.

                Algunos de los elementos que sirvieron para interpretar los alcances de este modelo residieron en la concurrencia de un “severo programa de racionalización administrativa, de incremento de las tarifas de las empresas públicas y de los impuestos.” (Belini y Korol, 2012, p. 199), en la ampliación en las retenciones a las exportaciones y en la reducción en los aranceles de importación. Este paquete de medidas condujo a un perjuicio para la industria nacional, junto con nuevos endeudamientos con el F.M.I. Además, la fijación en el tipo de cambio impulsó a una sobrevaluación de la moneda, fomentando el deterioro en el volumen de exportaciones e incitando al crecimiento de las importaciones. Como pudo apreciarse, el control de la inflación y sus variables no son suficientes para que un programa económico se autoproclame próspero.

                Luego de que la protesta resultase cristalizada en el ya mencionado Cordobazo, este proceso fue reformulado en octubre de 1970, momento en que se sustituyó al anterior equipo económico por uno encabezado por Aldo Ferrer. Designado en su cargo por Roberto Levingston, su permanencia al frente de la cartera, una vez investido como presidente de facto Alejandro Lanusse en marzo de 1971, se extenderá exclusivamente hasta mayo del mismo año.

                Según el propio Ferrer (2004) el objetivo trazado contemplaba una política de incremento en la inversión pública con el propósito de acrecentar la infraestructura y propagar la demanda. Se elevaron los subsidios a las manufacturas y se impulsó el compre nacional. “En el sector público, se adoptaron medidas tendientes a integrar su demanda con la capacidad productiva y tecnológica existente en el país, acelerar la ejecución de obras fundamentales, (…) e impulsar la investigación tecnológica…” (Ferrer, 2004, p. 252).

                A esto debió agregársele, como elemento que también propició la descripción sobre esta breve administración, que se procuró otorgar centralidad, promoviendo su expansión, a la explotación de los recursos hidrocarburíferos, lo que denota una política de carácter nacionalista.

En materia petrolera se puso en marcha un programa de aceleración de las exploraciones para aumentar las reservas comprobadas y expandir la producción, al mismo tiempo que se le otorgaba a Y.P.F. el rol protagónico en el proceso de exploración, producción y comercialización de combustibles. (Ferrer, 2004, p. 253).

                Ferrer atribuyó la falta de resultados a la escasa duración de su gestión, producto del cambio de dirección que significó la asunción de Lanusse. La conflictividad y protesta social no dejó de estar presente. Aunque esto obedeció por cierto a las dificultades en el ámbito político, también reveló la falta de respuestas económicas tangibles para los sectores trabajadores, que a fin del mandato de Lanusse padecieron un evidente perjuicio en su poder adquisitivo. “Lanusse dejó una inflación del 80% anual” (Leyba, 2012). Este deterioro no ocurrió súbitamente;

En 1972, el gobierno militar otorgó tres aumentos de salarios del orden del 15% cada uno. Si bien se aplicaron controles de precios para los artículos de la canasta familiar y retornó el sistema de acuerdos de precios con las grandes empresas, la inflación llegó al 58% anual en 1972. (Belini y Korol, 2012, p. 206).

                La escasa relevancia brindada a la economía y sus variables por esta administración quizás pueda comprenderse, o al menos se explique, en el contexto de descontento social que puso en jaque a la continuidad del gobierno castrense, condicionándolo a centrarse en la esfera política. Como ejemplo, se eliminó el Ministerio de Economía, degradándolo a la categoría de Hacienda y Finanzas. La cúpula militar supuso que contemplar los aprietos políticos sería suficiente para sobrellevar la contingencia, con una imagen que resultó exageradamente autoindulgente. “Si yo tengo que calificar a mi gobierno lo ubico como de centroizquierda” (Lanusse, 1977, p. 251).

                Los vientos de cambio a los que se asistió con el retorno del peronismo al gobierno no se ciñeron al ámbito político o al cultural. Esto demostró un quiebre, no sólo desde lo conceptual o lo ideológico, cómodamente perceptible tanto al examinarse las fuerzas y los sujetos políticos que accedieron al poder, sino también al examinarse el modo en que a él arribaron. La relevancia otorgada al ámbito económico como escenario que requirió de arduas y delicadas transformaciones dentro de la lógica capitalista para cimentar un modo de conducción solvente se hizo evidente en el exhaustivo plan económico que pretendió instaurarse. Sincrónicamente, al momento de la llegada del peronismo al poder con el objetivo de ejecutar el minucioso Plan Trienal.

La situación internacional durante 1973 fue excepcionalmente buena para el país. Hay una suba de los precios internacionales de la carne, trigo, etc. y un aumento muy importante de las exportaciones argentinas tanto en divisas como en cantidades de productos. En consecuencia, la llegada al poder del peronismo era muy prometedora. (Vercesi, 2010, p. 3).

Influencias ideológicas en el Plan Trienal

                En el marco de los idearios, fueron múltiples las influencias que pregnaron el proyecto. La concordia de clases (o desde una perspectiva crítica, mayormente pronunciada por el marxismo vernáculo, lo que dio en llamarse para el mismo anhelo bonapartismo), el nacionalismo, el verticalismo propio de la mentalidad marcial, la enunciación y defensa de la tercera posición (lo que en su momento implicó distanciamiento e indisciplina respecto de las doctrinas y presiones que provinieron de las potencias dominantes en un mundo por entonces regido por un sistema bipolar, habiéndose pretendido por consiguiente cierta autonomía y ejercicio y defensa de la soberanía), fueron rasgos ideológicos específicos que pudieron advertirse en el diseño de las medidas que articularon el Plan Trienal. Por supuesto, absolutamente todos enmarcados dentro del paradigma dominante, la lógica capitalista.

                Este delineamiento no fue fruto de improvisaciones circunstanciales ni se originó abocándose de modo exclusivo al análisis de los desempeños económicos, sino que se atuvo en primera instancia a identificar cuáles fueron las características que describieron a la economía argentina, para acondicionarlas en un escenario en que los sectores postergados iniciasen un recorrido de mejoras sustanciales en su calidad de vida. Por otro lado, y muy factiblemente, como desde aquí se supone, el objetivo medular del Plan Trienal se concentró en administrar todos los resortes posibles de la economía en pos de disponer las bases que determinasen el asentamiento definitivo de la capacidad de capitalización de las arcas públicas. Como se percibe sin mayores aprietos, el anhelo del establecimiento de un modelo, político y económico, hegemónico y autónomo.

                Sin referirse a lo último pronunciado, estos fueron los principales discursos con los que se defendió la pretensión de concordia de clases, atendible exclusivamente dentro un modelo económico que reparase en una más equitativa distribución de los réditos económicos, amparase a los sectores mayoritarios sin modificar el orden social vigente, y resguardase los principios culturales, éticos y morales occidentales y cristianos. Todo, bajo el paraguas de un Estado rector.

El Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación de 1973 fue el punto de partida de una política orientada a restablecer la gobernabilidad de la economía y redistribuir ingresos sin comprometer la capacidad de acumulación de capital, el equilibrio externo, la estabilidad de los precios y la eficiencia del sector público… (Ferrer, 2004, p. 256).

                Palabras elogiosas proferidas por un tribuno que no pudo por entonces señalarse de peronista, y que precedió sin una amplia brecha temporal a José Gelbard en el Ministerio de Economía[3]. Expuestas estas referencias, el marco teórico invariablemente resultó contenido dentro de matrices ideológicas coincidentes en gran parte con aquello que sobre el primer peronismo Vercesi (2010) sostuvo:

El proyecto de Perón fue siempre –desde el ’43– la creación de una burguesía nacional (C.G.E.), y un fuerte sindicalismo nacional católico. El Estado, según Perón tiene la función de mediador entre los primeros sectores sociales mencionados. Esto implicaba, en su primera fase (1943 –1955), la creación de un sólido mercado interno basado en una poderosa estructura sindical bajo el ideario de la Doctrina Social de la Iglesia, con altas tasas de empleo, altos salarios reales y elevada participación en la distribución del ingreso nacional, (cercana al 50% del P.B.I., cuando Perón cae en 1955). (p. 2).

                Traducidas al ámbito político, en el Pacto Social la Doctrina Social de la Iglesia agenció una afanosa y consolidada autoridad, arguyendo principios ya esgrimidos por la clásica encíclica Rerum Novarum. Sintetizando, esta circular de 1891 que versó sobre la cuestión social, en algunos de sus postulados esenciales sostuvo que se procurase cercar el palpable proceso de descristianización de los sectores postergados; se apoyase el perfeccionamiento y empleo del derecho laboral considerando así mismo necesario el fomento y constitución de asociaciones obreras; se condenase la apropiación excesiva de réditos por considerarla injusta; se justificase, y como consecuencia se consolidase al mismo tiempo, el ejercicio y usufructo de la propiedad privada, con una organización socio económica que posibilitase está faena (León XIII, s.f.). En definitiva, una encíclica aparentemente concordante con el pensamiento del propio Perón. O al menos esto aseveró Maristella Svampa (2003):

(…) no hay que olvidar que, desde sus orígenes, el modelo nacional - popular implicaba una determinada forma de intervención del Estado, regulador de los mecanismos de redistribución del ingreso nacional entre, por un lado, trabajadores representados por los sindicatos y, por otro lado, los sectores empresariales. Aludía entonces, y antes que nada, a una alianza de clases, sólo realizable dentro del marco de un “pacto social”. (p. 399).

                No se halló por consiguiente ingente distancia, mudándose al ámbito económico, con los postulados que expuso John Maynard Keynes. Como salvaguarda del modelo capitalista esgrimió una profusa batería de medidas que propendieron a atenuar los desequilibrios económicos.

                En referencia a los meses previos al estallido de la crisis del petróleo de finales de 1973, aludió Leyba. “El gobierno había puesto a funcionar el multiplicador y ahora necesitaba el acelerador Keynesiano” (Leyba, 2004, p. 107). A través de regulaciones establecidas por el Estado, considerado protagonista fundamental para la expansión económica y consecuentemente incidiendo en su desenvolvimiento, las oscilaciones no resultarían inestabilidades, con lo que los riesgos asumidos, aun en escenarios escasamente favorables, engendrarían daños menos perniciosos. Pensado y diseñado con lógicos asincronismos, en y para otras latitudes, y en escenarios económicos disímiles, su reconfiguración para la problemática vigente dentro del ámbito latinoamericanista se consideró apropiada para la conformación del Plan Trienal y su implementación en la realidad argentina.

                Los ascendentes cepalinos[4], escuela que supo disfrutar de un juicioso auge en el periodo estudiado, fueron contemplados y perceptibles en la delineación del plan.

Cuando se vislumbra en 1973 que a Perón le queda poco tiempo de vida, se proyecta elaborar un Plan Trienal. Este trabajo se lleva a cabo en forma desesperadamente acelerada en sólo tres meses. En el mismo, trabajan expertos convocados por Perón y Gelbard, algunos de la C.E.P.A.L. como Alfredo Eric Calcagno y otros. (Vercesi, 2010, p. 5).

                Su principal estandarte, consolidado a través de décadas, propuso la imprescindible atención de los aprietos propios de las naciones latinoamericanas, determinando que estas deben desenvolverse atendiendo a sus propios proyectos. Invariablemente, encauzados tras el desarrollo industrial y considerando las etapas de formación capitalista clásica. Se distinguieron en este constructo analogías con la estrategia geopolítica definida como  tercera posición.

                El propulsor más notorio de este programa económico, que comprende en su génesis la concepción de capitalismo periférico, fue el reconocido Raúl Prebisch. Sus nociones, simultáneas con el imperio de la Revolución Libertadora de 1955, fueron por ésta desestimados.

Raúl Prebisch, quien además de recomendar al gobierno de facto políticas más ortodoxas en materia fiscal y monetaria que restauraran los mecanismos de mercado, señaló las carencias en materia de provisión de energía, telecomunicaciones, transporte, extracción y refinamiento de hidrocarburos, y enfatizó la necesidad de estimular la competitividad de diversas actividades con la incorporación de tecnología moderna mediante planes lanzados desde el sector público. (Aroskind, 2003, p. 98).

                Según estas teorizaciones, la presencia en la región de extraordinarias riquezas naturales posibilitaría el sólido desarrollo de las estructuras económicas, fomentando desde el Estado la exportación de productos que paulatinamente invertirían su caracterización de primarios a industriales, con una necesaria e intensa tasa de inversión en infraestructura, tanto en bienes de material como en transporte. Por consiguiente, el forzoso estímulo de un imprescindible mercado interno coadyuvaría a este empeño, elevando el nivel de vida de la ciudadanía, animando el consumo, y sentando las bases para proyectos hasta entonces inviables. No se concibió desde la óptica de quien suscribe un desarrollo posible en la realidad argentina, inserta invariablemente en la latinoamericana, que no contemplase estas elucidaciones.

                De este escenario de drásticas alternancias y fluctuaciones políticas y económicas emergieron antiguas y obstinadas, aunque algunas veces aplacadas, persistencias de conflictividad social. El curso del proceso analizado derivó en la preponderancia de fuerzas de sentido contrario a las que detentaron supremacía al darse inicio, y en las que las nuevas escuelas económicas que no resultaron armónicas con el plan económico de Gelbard gozaron de un prestigio que aún no había resultado comprobado. Difícilmente de este contexto el proyecto lograse emerger airoso.

Conclusión

                Después de lo entrevisto, no reviste dificultad descifrar porqué casi 50 años después de la concepción del Plan Trienal, los dos candidatos más representativos y que tenían mayores chances de ocupar la Casa de Gobierno en la contienda electoral de 2019 hicieron mención sobre la figura de Gelbard y su proyecto económico. Como bien sabemos, no es posible trasplantar un suceso de una temporalidad a otra. Sin embargo, ciertos lineamientos, juicios, y objetivos, cuando se asientan sobre concepciones ideológicas sólidas, admiten vinculaciones, relaciones, continuidades. Quizás en estos ejes residan algunos de los tantos atractivos del análisis histórico. Y como en la inmensa mayoría de los procesos que han desembocado en un avance de las conquistas populares, estas no se han dado per se, naturalmente, sin esfuerzo; han requerido del enfrentamiento con sus antagonistas.

                Es por esto que puede considerarse esencial el apoyo y defensa de las grandes mayorías para que programas que apuntan a modificar las estructuras económicas vigentes no se frustren. En el período en que el Plan Trienal fue implementado, los apoyos populares, fruto de las desavenencias políticas, se fueron diluyendo. Esto no sugiere que todas las medidas habrían de resultar exitosas, o el proyecto en su conjunto, pero al menguar la potencia en la implementación de las regulaciones, difícilmente éstas se alzasen airosas.

No resulta arduo identificar que al ponerse en discusión las acostumbradas prebendas de las que los sectores tradicionalmente favorecidos gozaron, éstos cierren filas y actúen con diversos métodos en pos de que proyectos de esta naturaleza resulten truncos. Y aunque en numerosas oportunidades alcancen sus objetivos, no resulta el esfuerzo inocuo, ni redunda en desmedro de la voluntad y de las estrategias utilizadas para trastocar este status quo. Por el contrario, deja de manifiesto la necesidad de revisar lo hecho para perfeccionar las tácticas, nutriéndose de las experiencias previas, de las que tras lo desarrollado mucho puede obtenerse, y proseguir en la búsqueda de la soberanía y la equidad.

Referencias

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[1] El I.A.P.I. (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio) fue un ente público creado por decreto en 1946, y su liquidación definitiva ocurrió poco después del golpe de Estado de 1955. Tuvo como propósito central monopolizar el comercio exterior (esencialmente el producto de la actividad agropecuaria), con el objeto de transferir los recursos de allí obtenidos entre los diferentes sectores de la economía, bajo el control del Banco Central. Además de su rol en el ámbito comercial, el I.A.P.I. tuvo numerosas y heterogéneas funciones: financieras; vinculadas con la regulación del mercado interno; el abastecimiento, la promoción y el fomento de la actividad; el otorgamiento de subsidios, etc. A esta relevante multiplicidad de tareas relacionadas con el sector agropecuario, se agregó luego la participación trascendental en el equipamiento y expansión de las empresas estatales (Y.P.F., Gas del Estado, Aerolíneas Argentinas, Fabricaciones Militares). Sus resultados al inicio, por más que la experiencia haya derivado efímera, fueron alentadores: “(…) el I.A.P.I. en 1947 ganó más de 1.200 millones de m$n en la comercialización de las cosechas, y era una fuente de divisas para el país (…)” (Puiggrós, 1957, p. 196). “En 1948 la inversión total en la Argentina ascendía a 17.464 millones de m$n, habiendo aportado el I.A.P.I. 3.474 millones, lo que representa un porcentaje de 19,89%(…)”. (Novick, 1986, p. 10).

[2] El concepto de densidad nacional es un aporte del economista Aldo Ferrer. Parafraseando sintética y arbitrariamente su descripción sobre el concepto, en pos de su inteligibilidad, se recorta la siguiente aseveración:  “…la dimensión de su territorio y de su población, disponibilidad de recursos naturales, tradición cultural y organización política… se verifica la existencia de condiciones endógenas, internas, necesarias, que resultaron decisivas para que esos países generaran progreso técnico y lo difundieran e integraran en su tejido productivo y social, es decir, para poner en marcha procesos de acumulación en sentido amplio inherentes al desarrollo.”(Ferrer, 2004, p. 363).

[3] Como pudo apreciarse según la información previamente brindada, Aldo Ferrer, de procedencia radical, asumió el cargo durante el gobierno de facto de Roberto Levingston, entre el 26 de octubre de 1970 y el 28 de mayo de 1971, ya con Alejandro Lanusse como presidente también de facto.

[4] La C.E.P.A.L. (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) es el organismo dependiente de la Organización de las Naciones Unidas responsable de promover el desarrollo económico y social de la región.

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