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Nuestro Legado
Representaciones de la antigüedad oriental y del mundo grecorromano en los intelectuales rioplatenses de fines del siglo XIX
Representations of the Eastern Antiquity and the greco roman world in the rioplatense intellectuals from the late XIX century
Sergio Daniel Cubilla[1]
Universidad Nacional de Luján, Luján, Argentina.
Recibido en 04/10/2022
Revisado en 14/10/2022
Aceptado en 04/11/2022
Resumen
El presente artículo tiene como objetivo principal indagar en el uso que hicieron los intelectuales argentinos de fines del siglo XIX, de las representaciones de la antigüedad oriental desde una perspectiva identitaria de claro carácter negativo, las cuales marcan un contrapunto con las referencias y apreciaciones de la antigüedad grecorromana, entendidas como deseables y constitutivas de la identidad nacional argentina. Sostenemos aquí la hipótesis de que dichos escritores se encontraban inmersos en una matriz de pensamiento con profundas raíces eurocéntricas, orientalistas y cristianas que se expresaba en las representaciones diferenciales que hacían en sus obras respecto de la antigüedad oriental y de las culturas clásicas del mundo grecolatino. Para ello, utilizaremos fuentes primarias y secundarias que nos permitan indagar en los discursos de intelectuales de fines del siglo XIX como Miguel Cané, Lucio Vicente López, Eduardo Wilde, José María Ramos Mejía y Ernesto Quesada.
Palabras-clave: eurocentrismo, orientalismo, antigüedad, representaciones, oriente, occidente
Abstract
The present article has as a main aim to inquire in the use that the argentinian intellectuals from the late XIX century made of the representations of the eastern antiquity. These representations had an identity perspective with clear negative characteristics which mark a counterpoint with the references and appreciations of the greco roman antiquity understood as desirables and constituent of the argentinian national identity. Here, we support the hypothesis that such writers were immersed in a cultural matrix with deep eurocentric, estern and christian roots that were expressed in the different representations that they made in their works regarding the Eastern Antiquity and the classical cultures of the greco roman world. In order to study this, we will use primary and secondary sources that allow us to inquire in the discourse of the intellectuals of the XIX century, such as Miguel Cane, Lucio Vicente Lopez, Eduardo Wilde, Jose Maria Ramos Mejia and Ernesto Quesada.
Keywords: eurocentrism, orientalism, antiquity, representations, East, West
Representaciones de la antigüedad oriental y del mundo grecorromano en los intelectuales rioplatenses de fines del siglo XIX
Introducción
El corpus teórico propuesto por el discurso del orientalismo, sistematizado en la homónima obra de Edward Said (1978), ha sido utilizado en las últimas décadas por los historiadores para analizar la producción intelectual y literaria latinoamericana durante los siglos XIX y XX. Así lo demuestran los recientes trabajos de Martín Bergel (2006; 2010; 2015), Hernán Taboada (1998, 2008), Axel Gasquet (2008; 2015), Nagy Zekmi (2008) e Isabel De Sena (2008). Estos han demostrado que el bagaje de recursos discursivos propios del orientalismo se encontraba presente en América y que era utilizado por los escritores e intelectuales latinoamericanos, particularmente argentinos, en sus producciones.
Ahora bien, todos estos trabajos antes mencionados se refieren casi exclusivamente a las valoraciones acerca del Oriente contemporáneo que contemplaban dichos escritores y que eran forjadas a partir de la lectura de obras de intelectuales europeos como, por citar solo algunos ejemplos, Montesquieu, Renán, Hegel, etc. Sin embargo, muy pocos trabajos se han concentrado en analizar la utilización de estereotipos orientalistas a partir de referencias a la antigüedad oriental. Por ello, el presente artículo tiene como objetivo principal indagar en el uso que hicieron los intelectuales argentinos de fines del siglo XIX, de las representaciones de la antigüedad oriental desde una perspectiva identitaria de claro carácter negativo, las cuales marcan un contrapunto con las referencias y apreciaciones de la antigüedad grecorromana, entendidas como deseables y constitutivas de la identidad nacional argentina. Por ello, defenderemos aquí la hipótesis de que dichos escritores e intelectuales se encontraban inmersos en una matriz de pensamiento con profundas raíces eurocéntricas, orientalistas y cristianas que se expresaba en las representaciones diferenciales que hacían en sus obras respecto de la antigüedad oriental y de las culturas clásicas del mundo grecolatino.
El desarrollo del trabajo se realizará de acuerdo con la siguiente estructura. El primer apartado, en el cual nos encontramos, es de carácter introductorio y en él presentamos el tema, el problema a abordar y la hipótesis que procuramos demostrar. En el segundo apartado realizaremos un breve estado de la cuestión acerca del tratamiento del discurso del orientalismo en la producción intelectual latinoamericana, y en particular rioplatense, señalando un área de vacancia que nos permita situar nuestra propuesta. En el tercer apartado, analizaremos las referencias orientalistas y las alusiones a las culturas clásicas que se hacen presentes en los discursos de los intelectuales argentinos de las décadas de 1880 y 1890 como, por ejemplo, Miguel Cané, Lucio V. López, Eduardo Wilde, José María Ramos Mejía, Ernesto Quesada, entre otros, en un contexto signado por el auge del positivismo, la modernización y la toma de posición de estos intelectuales ante los efectos considerados indeseables de dicho proceso.
Por último, en un cuarto y último momento, se plantean las conclusiones, procurando arribar a un balance y una apreciación general de dicho proceso de indagación poniendo a prueba los objetivos y la hipótesis planteados al comienzo de dicho artículo.
El discurso del orientalismo y los intelectuales latinoamericanos. Un estado de la cuestión
La proyección del discurso del orientalismo es un rasgo de notoria antigüedad en el continente americano, ya que los mismos colonizadores españoles habrían proyectado la sombra de lo oriental al asimilar a los indígenas con los moros. La imagen del oriental, entonces, tuvo una rápida asimilación por parte de los conquistadores europeos que utilizaban dicha representación para categorizar aquello desconocido y, por ende, entendido como inferior. De esta manera, la población originaria de América fue representada por los conquistadores europeos como poseedores de cualidades que los situaban en las fronteras de la barbarie, tales como el canibalismo, una sexualidad desenfrenada y anormal, entre otras.
Esta misma estrategia discursiva fue rescatada y utilizada por los criollos americanos en tiempos de la ruptura del pacto colonial y de las guerras de independencia para desvirtuar la autoridad de la corona española y legitimar sus deseos de independencia política. En este sentido, España fue asociada por parte de pensadores ingleses y franceses al mundo oriental y era discriminada por su cercanía a África, por lo cual se le atribuyeron las características que se le acreditaban a las sociedades orientales desde antaño, como ser su despotismo, la crueldad, el fanatismo, la debilidad, etc., al punto que sus autoridades eran denominadas “sultanes”, “sátrapas”, y los españoles en general como “sarracenos” (Taboada, 2008).
Esto se vio disparado y profundizado por diferentes acontecimientos y canales de información. El primero de ellos, fue la disponibilidad de un bagaje de referencias orientalistas que circulaban en el imaginario colectivo latinoamericano; en segundo lugar, los aportes en esta dirección de los viajeros europeos que circulaban por el espacio americano y atribuían aspectos orientales en sus descripciones de los paisajes y las poblaciones originarias o mestizas del continente, tal como por ejemplo realizó Alexander Von Humboldt. En tercer lugar, las noticias del desarrollo de la guerra de independencia griega contra el Imperio Otomano (1821-1829), la cual fue tomada como un enfrentamiento entre la cuna de la civilización occidental frente a la barbarie y el despotismo asiáticos. Esta concepción cristalizaría y sería la más corriente durante todo el siglo XIX, popularizada por la pluma de intelectuales y patriotas como Domingo Faustino Sarmiento en su célebre lema “Civilización o Barbarie”. Martín Bergel (2015) atribuye como principal influencia al respecto las obras de los pensadores de la Ilustración que tuvieron difusión en el Río de la Plata desde principios del siglo XIX, entre los que se destacan Jean Jacques Rousseau y Montesquieu, este último, con El Espíritu de las Leyes (p. 33).
Por otra parte, resulta importante destacar el rol de los viajeros latinoamericanos en Oriente, como fue el caso de Francisco de Miranda, para muchos el primer latinoamericano en viajar a Asia, Lucio Mansilla, Domingo F. Sarmiento, entre otros que viajarían posteriormente. Estos viajeros del continente americano disponían de referencias europeas sobre Oriente tales como las obras de Chautebriand, como Génie du christianisme (1802) o Itinéraire du París a Jérusalem (1811), y los escritos de Ernest Renan como por ejemplo, Histoire genérale et système compare des langues sémitiques (1855) o Histoire du Peuple d’ Israël (1897-1893), y en gran medida reprodujeron las concepciones de aquellos en las apreciaciones que dejaron en los relatos de sus viajes. Hernán Taboada (1998) ha denominado a esto “orientalismo periférico” por su dependencia respecto del bagaje cultural europeo y por la marginalidad de dichas producciones en el ámbito cultural occidental. A pesar de ciertas valoraciones positivas respecto de las sociedades orientales, los representantes latinoamericanos se identificaban como cristianos y occidentales en un medio que no lo era.
En este sentido, Domingo Faustino Sarmiento buscó el origen de los males americanos en la herencia española, cuya cultura se encontraba mezclada con la árabe compartiendo características de esta, tales como su inmovilismo por su renuencia al progreso industrial, su despotismo por la vigencia de los privilegios de la realeza, entre otros rasgos propios del orientalismo. A tal punto esta caracterización oriental o arabesca de España que propone que esta sea colonizada por otras naciones de Europa que puedan conducirla por la senda de la civilización (De Sena, 2008, p. 82). Asimismo, entiende que la misión civilizadora de los países europeos en África y Asia resulta necesaria ya que no considera viable la coexistencia con un Oriente bárbaro que se resiste a los avances de la civilización occidental, justificando así la misión imperial.
De igual manera, utiliza los estereotipos y prejuicios orientalistas para caracterizar a las poblaciones autóctonas y mestizas del continente americano, ya que estas no representan más que parte de la indeseable herencia de la colonización española y las mismas no pueden ser incluidas en el camino de la civilización moderna que propone el pensador sanjuanino. Las referencias orientales en sus escritos son recurrentes, por ejemplo, al comparar la llanura pampeana con las planicies asiáticas o en la comparación de los gauchos con los beduinos árabes, cuando da a conocer su desprecio por la vida pastoral.
Por otra parte, es de interés que, al tratar de explicar la oposición entre la civilización y la barbarie, entre Occidente y Oriente, sostiene que dicho conflicto se remonta a la mismísima antigüedad, momento primigenio en el que la humanidad se dividió en dos familias de civilizaciones: los arios y los semitas. Es así como la misma consideración acerca de las sociedades orientales contemporáneas era atribuida también a las sociedades orientales de la antigüedad (Bergel, 2015, p. 45). La concepción de Oriente representada por Sarmiento que proyectaba una serie de imágenes y tópicos altamente negativos y despectivos fue compartida por sus contemporáneos, razón por la cual Martín Bergel se refiere a la existencia de una matriz orientalista sarmientina. Esta tendrá vigencia durante el resto del siglo XIX y principios del XX e influirá sobre los principales representantes del llamado positivismo argentino, como en los casos de Ramos Mejía, Carlos Bunge y José Ingenieros.
El positivismo argentino se caracterizó por la puesta en práctica de una suerte de cientificismo, en el que la combinación de las ideas biologicistas sobre selección natural y la difusión de la idea de raza dio origen a un darwinismo social que impregnó los discursos de los intelectuales positivistas y sus representaciones sobre los otros. A partir de estas ideas se procuró analizar la realidad social argentina y su lugar dentro del concierto de las naciones modernas de fines del siglo XIX con discursos y juicios racistas que culpaban y condenaban a los grupos sociales subalternizados, tales como indios, negros e inmigrantes. Patricia Funes y Waldo Ansaldi (1994) han interpretado el uso del concepto de raza por parte de estos pensadores como una herramienta semántica y discursiva capaz de generar un “sentido común” aceptado tanto por las elites dirigentes de los diferentes estados latinoamericanos como por los sectores que resultaban víctimas de dicha estrategia discursiva. La concepción prevaleciente era que se trataba de poblaciones que representaban un obstáculo y un peligro enfermizo para la salud del organismo social argentino. Por ejemplo, Octavio Bunge (1875-1918) califica a estas poblaciones como “plagas”, “razas inferiores”, y más pormenorizadamente los catalogaba como oportunistas, parásitos, débiles, al punto de asimilarlos a las mujeres (Díaz, 2012, p. 58).
La posición de los intelectuales reproducía la antinomia civilización y barbarie y los prejuicios eurocéntricos y orientalistas en el marco del culto al progreso establecido por las élites políticas de la Argentina de fines del siglo XIX. Hugo Biagini (1995) ha denominado a esto como el “esquema evolutivo ochentista” construido alrededor de la noción de progreso y sostenido por los diferentes intelectuales de la Argentina de aquel entonces. La noción de progreso se asociaba a otras variables propias de dicho esquema evolutivo, como industrialización y ciencia, y se justificaba así la excepcionalidad de la Argentina en el marco de las naciones latinoamericanas por su mayor europeidad llegando a establecerse vínculos con las culturas clásicas de Grecia y Roma (Biagini, 1995, pp. 12-13).
Sin embargo, muy pocos trabajos se han concentrado en analizar la utilización de estereotipos orientalistas a partir de referencias a la antigüedad oriental. Por ello, el presente artículo tiene como objetivo principal indagar en el uso que hicieron los intelectuales argentinos de fines del siglo XIX, tales como Miguel Cané, Lucio V. López, Eduardo Wilde, José María Ramos Mejía, Ernesto Quesada, entre otros, de las representaciones de la antigüedad oriental desde una perspectiva identitaria de claro carácter negativo, las cuales marcan un contrapunto con las referencias y apreciaciones de la antigüedad grecorromana, entendidas como deseables y constitutivas de la identidad nacional. Por ello, nuestra hipótesis radica en que estos intelectuales se encontraban inmersos en una matriz de pensamiento con profundas raíces eurocéntricas, orientalistas y cristianas que se expresaba en las representaciones diferenciales que hacían en sus obras respecto de la antigüedad oriental y de las culturas clásicas del mundo grecolatino.
Los intelectuales de la Argentina de fines del siglo XIX. Representaciones de la antigüedad oriental y grecorromana
La Argentina de fines del siglo XIX se encontraba atravesada por el desarrollo de la modernización y las tensiones que derivaban de este proceso, ante las cuales, muchas veces, los intelectuales se erigieron como voceros llamando la atención de los peligros que encarnaba dicho fenómeno. Particularmente, Buenos Aires atravesaba un notable incremento demográfico producto de la inmigración ultramarina, así como una radical transformación de su tejido urbano al ritmo de la modernización material y cultural que se reflejaba en la aparición y multiplicación de los cafés, teatros, cines, librerías, etc. Se destaca también la organización del sistema educativo nacional a partir de la ley 1420 (1884) que establecía una educación primaria de carácter obligatoria, gradual y gratuita, destinada a cumplir los objetivos de controlar a las masas, nacionalizar a los hijos de los inmigrantes y alfabetizar a la población. Estos serían los primeros pasos que contribuyeron a que en las primeras décadas del siglo XX se consolidara la formación de un campo intelectual y literario autónomo con escritores profesionales y editoriales de cierto peso (Pellegrino Soares, 2007, p. 45).
En este contexto, la vida cultural y literaria en las últimas décadas del siglo XIX se encontraba atravesada por una situación ambigua. Por un lado, se manifestaba un profundo optimismo en el progreso material de la nación que para la elite dominante situaba al país en la senda de la civilización occidental y cristiana. Por otro lado, algunos intelectuales manifestaban su desconfianza respecto de lo que consideraban aspectos indeseables de dicho proceso y una sensación de creciente nostalgia por el mundo que se transformaba. Se criticaba la acumulación de objetos producto del creciente consumo; el avance del igualitarismo asimilado a la democracia; la sensación de un cercamiento de la elite, en una clara concepción aristocrática inspirada en los razonamientos de exponentes europeos como Ernest Renán o Hippolyte Taine. También se renegaba de la expansión de los procesos de urbanización que transformaban radicalmente la ciudad y de los avances tecnológicos, en lo que era entendido como un avance del materialismo y del utilitarismo.
El mayor exponente del predominio de la vida positiva y materialista por encima de los ideales aristocráticos lo constituía Estados Unidos y su Yankismo, ante el cual se proclamaban intelectuales como Cané o Groussac. Por estas razones, entre fines del siglo XIX y el Centenario, la temática central a considerar fue la cuestión de la nacionalidad, del ser nacional como respuesta a los peligros que encarnaba la modernidad en el Río de la Plata. Cabe resaltar que la mayoría de los intelectuales coincidían en una mirada aristocrática tanto de los problemas como de sus soluciones, que deberían recaer en una elite intelectual capaz de elevar la cultura moral y espiritual, sin la cual no era posible ningún porvenir de progreso. Cané, por ejemplo, consideraba que el progreso de las sociedades dependía de “La cultura moral del individuo, que determinará la cultura y la inteligencia de la masa” (Terán, 2000, p. 48).
Se proyectaba así la imagen de una Argentina acechada por la decadencia que traía aparejada la modernidad y el creciente utilitarismo. Ante este diagnóstico podremos observar que los intelectuales de fines del siglo XIX recurrieron a formas expresivas propias de la matriz orientalista, descrita anteriormente en este trabajo, sobresaliendo las referencias al Oriente antiguo en términos claramente despectivos. En este sentido, la situación social y económica, como por ejemplo la derivada de la crisis de 1890, fueron interpretadas por la elite política e intelectual desde una perspectiva ética, haciendo referencia a la “ambición fenicia” desmedida que había inaugurado en el país una “era cartaginesa”, en términos, por ejemplo, de Eduardo Wilde (Terán, 2000, pp. 51-53). Vemos aquí la utilización de un estereotipo del orientalismo al asimilar la corrupción, la usura, el afán de riqueza generado por la ambición desmedida de aquellos individuos que se comportaban como los antiguos comerciantes de las ciudades de Biblos, Sidón y Tiro y como los otrora principales enemigos de Roma, los cartagineses.
Expresiones de este tenor se reiteran en otros intelectuales de renombre como Miguel Cané, quien preocupado por la heterogeneidad social derivada del cosmopolitismo que azotaba a la Argentina sostenía que se había abandonado la virtuosa búsqueda de convertirse en la Atenas del Plata para ser la Cartago sudamericana (Terán, 2000, p. 55). En su obra póstuma Discursos y Conferencias puede leerse como Miguel Cané (1919) exponía, refiriéndose a la figura de Sarmiento, de la siguiente manera:
él os recordaría, por fin, señores, que las naciones sin ideal, aquellas para las que todo esfuerzo debe tender tan solo a la conquista de la riqueza y del bienestar, por mayor grado de esplendor que alcancen, no perduran y pasan, como Cartago, sin dejar tras ellas ni rastros de respeto en la memoria de los hombres. (pp. 95-96)
Como expresa Terán (2000) ante la preocupación por el avance de la inmigración, de la actividad comercial y lo que se entiende como la pérdida de los valores tradicionales en clave aristocrática, Miguel Cané sostenía que “era menester poner diques de virtud a la marea fenicia” (p. 60), en consonancia con lo planteado por Eduardo Wilde. Algunos años antes, Lucio Vicente López, en un discurso pronunciado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, se refería a la crisis de las clases aristocráticas, la escasa formación intelectual y el crecimiento de la plebe como consecuencia de la inmigración, cuyos migrantes no eran atenienses como se hubiera deseado, sino una irrupción persa frente a la cual no había ningún héroe como Temístocles que se le opusiera y por lo cual consideraba necesaria una nueva batalla de las Termópilas, estableciendo una analogía con las Guerras Médicas (Terán, 2000, p. 68). En este tipo de expresiones ya puede apreciarse el binarismo que opone una identidad deseada que busca sus raíces, discursivamente, en la cultura griega frente a una identidad impugnada a través de la referencia despectiva a la antigua fenicia o a la ciudad africana de Cartago.
Otros intelectuales estrechamente vinculados con la corriente positivista, en boga en la Argentina de fin de siglo, también realizaban un diagnóstico de la situación social en términos decadentistas proyectando una mirada biologicista u organicista de la sociedad, pero impregnada de confianza en la ciencia y el progreso derivado de ella. Por ejemplo, Florentino Ameghino, en uno de sus escritos de 1882 destacaba los logros derivados de la expansión de la ciencia:
La ciencia ha llegado a investigar y conocer un grandísimo número de las leyes de la naturaleza que rigen en nuestro planeta y aun en la inmensidad del espacio. Ahí podréis ver que los adelantos de la física, la química y la mecánica han producido verdaderas maravillas que no tendrían nada que envidiarle a los famosos palacios encantados y demás obras que los supersticiosos pueblos orientales atribuyen a las hadas, a los magos y a los nigromantes. (Terán, 2000, p. 92)
Se expresaban aquí algunos estereotipos propios del discurso del orientalismo. El primero de ellos es el del misticismo religioso que se opone a la racionalidad propia de Occidente y el segundo que se destaca es el del exotismo oriental. Razonamientos de tipo semejante podemos encontrar también en los discursos de José María Ramos Mejía, hombre muy cercano al positivismo, quien coincidía con otros intelectuales contemporáneos en el aspecto “fenicio” de la sociedad argentina o los rasgos cartagineses de la ciudad de Buenos Aires, entendida esta como la Cartago sudamericana, donde los inmigrantes apostaban por el enriquecimiento sin escrúpulos.
La lectura biologicista de Ramos Mejía sobre la inmigración como una fuerza que podía resultar desmoralizadora al incrementar el carácter mercantil o fenicio de la sociedad argentina tiene también su costado androcéntrico al destacar, en términos claramente despectivos, el afeminamiento de la inmigración contra la que propone una nación signada por la virilidad de sus valores cívicos y republicanos capaces de neutralizar las influencias nocivas que llegan desde ultramar (Terán, 2000, p. 110). Esto puede vincularse con uno de los binarismos propuesto por el discurso eurocéntrico que antepone la superioridad de lo masculino sobre lo femenino y que tiene su propio correlato en el discurso del orientalismo al considerar a Oriente como femenino y por ende como inferior. Empero, las expresiones orientalistas en Ramos Mejía no se agotan en estas referencias analógicas con Fenicia y Cartago, sino que se manifestaban también en su dimensión antisemita. Por ejemplo, al referirse despectivamente a un “alma hebrea” que se encontraba presente en América y en Argentina desde tiempos remotos y en sus referencias al estereotipo de la usura y de las prácticas mercantiles como el origen de la decadencia social.
Por otra parte, otro de los representantes de la elite intelectual de fines del siglo XIX, Ernesto Quesada, también coincidía con el diagnóstico realizado por los intelectuales analizados anteriormente, como el carácter cartaginés que asumía cada vez más la sociedad. En este sentido, en clara referencia al creciente materialismo y utilitarismo ya señalado, sostenía, a partir de una analogía con el Antiguo Testamento, que “el mercantilismo ciego, o el culto exclusivo del bíblico becerro, no puede ser el ideal de una nación entera” (Terán, 2000, p. 211). En este sentido, Quesada consideraba que Buenos Aires se había convertido en una factoría ultramarina y que la Argentina era víctima de mercaderes y judíos que habían sometido al país al endeudamiento externo, conectándose esto con la dimensión antisemita vista líneas arriba en Ramos Mejía. Así al referirse a la situación generada por la crisis de 1890, a la cual le atribuía un carácter estrictamente financiero y externo, sostenía que había puesto al gobierno como “cabeza de turco”, haciendo uso de otra expresión de tipo orientalista. Este tipo de afirmaciones coincidían con las de otros personajes de la época como Marco Avellaneda quien en ocasión del debate de un proyecto legislativo que proponía la exclusividad de la enseñanza de la lengua española en todas las escuelas del país expresaba su apoyo bajo el argumento de que “nuestra patria no se convierta un día, como el templo de Jehová, en una vasta tienda de mercaderes” (Terán, 2000, p. 236).
El análisis de este tipo de referencias o analogías bíblicas resulta de interés no solo por su alusión al libro sagrado atribuido a los antiguos hebreos sino más bien porque permiten poner de relieve uno de los elementos constitutivos, el carácter cristiano, de la identidad propuesta por la elite política e intelectual para la nación argentina, una nación entendida como blanca y perteneciente a la civilización occidental y cristiana. Esto quedaba reflejado, por ejemplo, en las palabras de Ernesto Quesada cuando escribía:
Nuestra grandiosa civilización occidental marcha a pasos agigantados, todo lo invade con sus ferrocarriles y sus costumbres, y pronto no quedará ni la memoria del recuerdo de aquellos pueblos y de aquella vida encantadora, tan sui generis y tan atrayente. (Terán, 2000, pp. 208-209)
Es así que, al considerar a la nación argentina como parte constitutiva de la civilización occidental y cristiana, de forma consciente o inconsciente, se buscaba algún tipo de identificación con los valores grecolatinos de la antigüedad que eran entendidos como un legado propio. Por ello, paralelamente a la utilización de expresiones orientalistas con el objetivo de remarcar los aspectos indeseados para la identidad nacional en formación se enaltecían los valores de la medida, de la armonía, de la belleza estética profundamente enraizados en la cultura grecolatina y cristiana. En la ambigüedad ante el progreso y las consecuencias de la modernización algunos intelectuales como Eduardo Wilde confiaban en convertir a Buenos Aires en la Atenas de América del Sur. Por su parte, Miguel Cané también se refería a la Grecia Clásica como ese pasado ideal donde aún no se manifestaban los efectos nocivos de la ciencia tal como se expresaban en la modernidad que le tocaba vivir. En este sentido, Cané se inclinará por los valores estéticos de la belleza griega tales como la armonía y la unidad, refiriéndose a la totalidad de la polis frente la fragmentación impuesta por la modernización. Por ello se destacará como uno de los principales promotores de la enseñanza de las lenguas y las culturas clásicas, como el griego y el latín, en las universidades argentinas. Esta sería una forma de contrarrestar el materialismo, el utilitarismo y el igualitarismo crecientes fomentando los valores y virtudes aristocráticos que defendían él y otros intelectuales del momento. Cané (1917) escribía tempranamente en su obra En Viaje de 1882:
No lo sé, pero en mis momentos de duda amarga, cuando mis faros simpáticos se obscurecen, cuando la corrupción yanqui me subleva el corazón o la demagogia de media calle me enluta el espíritu en París, reposo en una confianza serena y me dejo adormecer por la suave visión del porvenir de la América del Sur, paréceme que allí brillará de nuevo el genio latino rejuvenecido, el que recogió la herencia del arte en Grecia, del gobierno en Roma, del que tantas cosas grandes ha hecho en el mundo, que ha fatigado la historia. (p. 32)
Por otra parte, al referirse con admiración al modelo social de Alemania, que conjugaba los avances de la ciencia con las tendencias espiritualistas y estéticas centradas en las virtudes de los estudios clásicos, su discurso halagaba la combinación de estas corrientes que en la Argentina estaban completamente disociadas y cuyo problema debía ser resuelto en lo inmediato promoviendo los estudios clásicos en las universidades. Decía Cané:
En los triunfos más sorprendentes de la mecánica, en esas máquinas maravillosas cuya acción inteligente deja atónita a la inteligencia misma, hay más resabios clásicos de lo que se supone. Vedlas funcionar, y en sus movimientos cadenciosos, en su elegante precisión, os mostrarán que fueron ideadas y perfeccionadas por cerebros en los que los maestros de la armonía griega y de la claridad latina influyeron por atavismo y acción directa. (Terán, 2000, p. 75)
Como puede observarse el faro civilizatorio a seguir por la nación argentina en conformación es la cultura grecorromana, el espíritu grecolatino del mundo antiguo que debe ser recuperado, cual herencia del mundo occidental al que la Argentina afirma pertenecer, para combatir las consecuencias indeseadas de los tiempos modernos que los intelectuales interpretan desde prejuicios orientalistas sólidamente instalados en el imaginario colectivo.
Es en este contexto que debe entenderse el proyecto de Miguel Cané de incorporar sin demora los estudios clásicos en los ámbitos universitarios. En Discursos y Conferencias puede leerse su concepción acerca de los estudios clásicos:
Entiendo por estudios clásicos, la especial manera de cultivar el espíritu de los hombres durante la infancia y la adolescencia, puesta en práctica en el mundo occidental a partir del Renacimiento, sistema que, combinando la luz griega y el poder de organizar de los romanos, con la fuerza moral del cristianismo, ha dado por resultado la civilización actual, que buena o mala, es la mejor que hasta ahora se ha conocido sobre la tierra. (Cané, 1919, p. 53)
Ahora bien, llegados a este punto debemos preguntarnos si los intelectuales argentinos que hemos venido analizando se limitaban meramente a copiar los modelos intelectuales europeos en carácter de réplica o si más bien se trataba de una reescritura aportándole una perspectiva propia y dando a conocer su voz en este proceso. Nos preguntamos si la categoría de “entre lugar” del discurso de los escritores latinoamericanos propuesta por Silviano Santiago (2012) podría aplicarse para este caso. Dicho así, debemos responder afirmativamente, dado que los intelectuales argentinos de fines del siglo XIX si bien inspiraban sus posiciones intelectuales y sus discursos a partir de las obras de sus referentes europeos como Tocqueville, Renán, Taine, Hegel, entre otros, dialogaban con dichos modelos culturales hegemónicos, adoptando dichas ideas para pensar los problemas propios, y las posibles soluciones, desde su propio contexto sociocultural. Así, en el caso estudiado, el diálogo, la adopción y la adaptación de las ideas europeas permitían analizar la sociedad, detectar las falencias y corregirlas para garantizar la construcción de una nacionalidad que garantizara la inscripción de la Argentina en la civilización de Occidente.
Conclusiones
En el presente artículo hemos comenzado por plantear la existencia de numerosos y recientes trabajos que se han aplicado a la búsqueda de formas expresivas propias del discurso del orientalismo en el continente americano desde los tiempos coloniales hasta entrado el siglo XX. En este sentido, hemos señalado que pocos de estos se han concentrado en el análisis de las referencias a la antigüedad oriental desde una perspectiva orientalista en los intelectuales argentinos. Por ello, hemos propuesto la hipótesis de que los intelectuales de fines del siglo XIX aquí analizados formaban parte de una matriz de pensamiento eurocéntrica, orientalista y cristiana que se expresaba en las representaciones despectivas y enaltecedoras, respectivamente, que hacían en sus obras acerca de la antigüedad oriental y de las culturas clásicas del mundo grecolatino.
En este sentido, hemos observado que la postura de estos intelectuales se caracterizaba por su ambigüedad ante los efectos de la modernización económica y los cambios sociales derivados del proceso inmigratorio que atravesaba el país. Dicha postura oscilaba entre la aceptación, a veces signada de optimismo, y el recelo ante lo que era percibido como una situación de decadencia generalizada para el espíritu de la nación argentina. Esta decadencia era percibida como la debacle de los valores aristocráticos frente al avance del igualitarismo de la democracia y su demagogia, la crisis de la calidad frente a la cantidad, de la virtud de la mesura ante la ambición desenfrenada del mercantilismo y el utilitarismo.
En este juego de representaciones binarias los intelectuales recurrieron a la estereotipia del discurso del orientalismo interpretando a partir de este todos los aspectos considerados indeseables de la modernización en lo que podría entenderse como un espejo identitario de lo que no debía ser la nación. Frente a esto se blandieron los valores de la cultura grecorromana, el espíritu grecolatino del mundo antiguo recuperado por el Renacimiento y vigente en el presente de la civilización occidental y cristiana de la cual se aseguraba formar parte. La antigüedad pareciera ser percibida desde una perspectiva esencialista, como el momento en el que se produjo la génesis de la contienda entre Occidente y su alter ego Oriente, la cual continuaba en el presente de los intelectuales y ante la cual tomaban un decidido partido.
Referencias
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[1] Profesor en Historia y Geografía por el ISP Dr. Joaquín V. González; Especialista y Magister en Ciencias Sociales con mención en Historia Social por la Universidad Nacional de Luján. Doctorando en Ciencias Sociales y Humanas por la Universidad Nacional de Luján. Actualmente se desempeña como Profesor en el ISP Dr. Joaquín V. González, en el I.P Sagrado Corazón (A-29) y en escuelas secundarias de la provincia de Buenos Aires.
Correo de contacto: sergiocubilla86@gmail.com